La arquitectura monetaria inspirada en el Bundesbank está en el disparadero, según reconocen autoridades de la zona del euro. Porque el crecimiento de la masa de dinero en circulación, uno de los dos pilares del análisis económico del BCE, se ha revelado como un indicador poco eficaz para aventurar el comportamiento de la inflación, aseguran a Bloomberg fuentes que no quieren ser identificadas y que, sin embargo, tiene un impacto sobre el crédito o sobre las consecuencias de los tipos de interés en la estabilidad financiera. De ahí que la estrategia que trata de implantar Lagarde y que, según sus palabras, “podría cambiar todas y cada una de las piedras” de la gestión monetaria del BCE, incluido el primero de sus mandatos, el control de la inflación, pero también el cambio climático o las divisas digitales, haya generado preocupación suma.

El llamado Comité de Política Monetaria, un panel integrado por el gobierno del BCE y los gobernadores nacionales guarda un sepulcral silencio. Más que elocuente. Al fin y al cabo, el cambio estructural supone, entre otras cosas, un rediseño intenso del modelo del Bundesbank, basado en la premisa de que la masa monetaria en circulación -es decir, la restricción o expansión del dinero- contribuye a controlar las presiones inflacionistas. Una hoja de ruta que está vigente desde mediados de los setenta en el Bundesbank y, por derivada estatutaria, desde el acta de nacimiento del BCE más de cuarenta años después. Su doctrina es sencilla de entender: el dinero que se inyecta en una economía -billetes, monedas, depósitos bancarios e instrumentos financieros a corto plazo entre otros- afecta a los precios futuros. Si la masa monetaria en circulación crece con mayor rapidez que la producción económica, surgen los riesgos de un encarecimiento de precios.

Pero esta correlación se ha truncado en varias ocasiones desde la creación del BCE. Por ejemplo, en 2001, cuando la oferta monetaria en la zona del euro aumentó, mientras su IPC armonizado se debilitaba. O cuando ocurrió lo mismo durante tras los atentados del 11-S o durante la crisis de las puntocom, en 2003. Otmar Issing, el economista jefe del BCE en esa época, lo achacó a “señales de distorsión” en referencia a que los inversores habían dirigido sus activos a valores refugio. Pero las dudas persisten. Porque ya desde 2014, el BCE ha alimentado la oferta monetaria con masivos fondos de liquidez a través de sus programas de compra de deuda, sus préstamos a largo plazo a los bancos y sus tipos de interés negativos sin que la inflación haya dado señales de repunte. Aun así, Jens Weidmann, el presidente del Bundesbank, se mantiene en sus trece. En la idea de perseverar en la tesis de la institución que dirige. Los agregados monetarios y crediticios -dijo en 2017- son unos magníficos indicadores de los desequilibrios financieros, antes de añadir que la masa en circulación, sin ser un pilar de relevancia en el Eurosistema bajo la dirección de Draghi, “proporciona información relevante para el diagnóstico económico” de la zona del euro. 

Pese a la insistencia en la doctrina del Bundesbank, lo cierto es que las subidas de precios han sido circunstanciales en el último decenio. El BCE fue el que más retardó la aproximación a los tipos próximos a cero entre las grandes entidades emisoras industrializadas, que los acercaron hasta cotas anómalas casi de inmediato tras el tsunami financiero de 2008.     

Los inversores y los economistas entran en el debate sobre la futura estrategia del BCE

Una tendencia más que sintomática. Porque en otras economías, de forma más evidente que en Europa y mucho más todavía que en EEUU, la inflación parece haberse esfumado. El caso más paradigmático es el de Japón. Casi una generación sin señales de existencia. Pese a que la política monetaria excesivamente acomodaticia que ha arraigado desde hace decenios en la gestión del Banco Central de Japón. En EEUU, la rebaja de impuestos -de calado, sobre sociedades y rentas- de la Administración Trump ha mitigado en parte y durante un lapso de tiempo la estabilidad de precios, pero su vuelta casi inmediata a una escala de control del IPC ha sido determinante para que la Fed emprendiera las reducciones de los tipos de interés en 2019. “El proyecto del BCE probablemente se dividirá en dos episodios: el primero, focalizado en el objetivo de inflación y ya en un segundo momento, en acometer los efectos del cambio climático”, dice David Powell, uno de los economistas del panel de expertos de Bloomberg. De ahí que, en su reunión número 500 desde su creación, la primera bajo las nuevas reglas del mandato de Lagarde, mantuviera la tasa de depósitos en el -0,5% y la compra mensual de bonos en torno a los 20.000 millones de euros. Con la idea de que los costes de financiación son los adecuados -sin descartar incluso bajarlos- hasta que el panorama inflacionista converja con mayor robustez con los objetivos estatutarios -explica la autoridad europea-, por lo que los planes de estímulos “se prolongarán el tiempo que sea necesario”. Los inversores atisban también esta secuencia. En una fase en la que los pedidos industriales europeos -los automovilísticos son el mejor botón de muestra- han descendido en el último año y medio, en gran medida por las guerras arancelarias, y en la que ha entrado con virulencia en la coyuntura global las consecuencias del coronavirus procedente de China que ya está perjudicando la actividad internacional.   

El camarote de los Marx, en el BCE

El propio Weidmann ha azuzado el fuego. El BCE -afirma- necesita un “comprensible y realista objetivo de inflación, que sea estratégico y sostenible a medio y largo plazo”. Aunque, sin razón de continuidad, aclaró que el conveniente sería “por debajo, aunque próximo al 2%”. Weidmann se destapó como el más férreo opositor a la gestión de Draghi en el BCE. Pero ahora parece estar más cómodo dentro del consenso que, según la propia Lagarde, reina en el Consejo de Gobierno de la institución, en el que -insiste- no ve divisiones sobre el cambio de la política monetaria. La asunción de una banda de fluctuación en torno al 2% la han aceptado otros halcones que, como Weidmann, han criticado la, a su juicio, displicencia de la era Draghi. Como Robert Holzmann, un catedrático que se aupó al sillón presidencial del Banco de Austria por el apoyo del partido ultraderechista Freedom. Eso sí, con la intención de que este espacio de tolerancia opere por debajo de este límite para que las decisiones del BCE reflejen otras presiones a las que queda sometido como la globalización. Son las dos voces más reacias entre los 19 gobernadores que, junto a los seis que conforman su comité ejecutivo -cuatro de ellos tras acceder a sus cargos en los últimos siete meses- configuran el consejo de gobierno del BCE, a abandonar el actual corsé inflacionista.

Pero también hay sobradas muestras de dialéctica favorable a que el BCE actúe con un margen de permisividad más confortable. Dentro y fuera del espectro de la institución. Olivier Blanchard, economista jefe del FMI en la primera parte del mandato de Lagarde en este organismo, es uno de ellos. Una sugerencia que irritó a Weidmann: “Una fuerte ampliación de los objetivos podría elevar los riesgos de que las expectativas de inflación acaben siendo desvirtuadas […] y unos precios demasiado altos repercuten en el coste de los hogares y las empresas”, adujo. En contra del criterio de Villeroy. Su homólogo francés habla de una meta simétrica, porque “si impera el celo riguroso, tendremos menos opciones de alcanzar nuestro objetivo”. El BCE necesita que sea flexible, que “se extienda más allá de este horizonte porque no podemos garantizar que el 2% se prolongue en el tiempo ni que sea permanente”. En línea con Klaas Kont, el holandés, y con Benoit Coeure, quien dejó el pasado diciembre el comité ejecutivo del BCE en el que, además, han aparecido varias caras nuevas. Isabel Schnabel, que es una garantía a las tesis de Weidmann y al inmovilismo, y Fabio Panetta, la nueva selección italiana, reemplazaron hace dos meses a Sabine Lautenschläger y Coeuré. Con ellos y Philip Lane, el nuevo economista jefe del BCE, que reemplazó a Peter Praet en junio, la batalla está servida. Praet y Coeuré fueron determinantes en el despliegue de los estímulos monetarios de Draghi y a la contundente respuesta de rebajas de tipos del BCE para hacer frente a la crisis de la deuda europea. Luis de Guindos, el quinto en discordia, vicepresidente desde mediados de 2018, y Yves Mersch, que concluye su mandato en diciembre, pueden decantar la balanza a uno u otro lado.

El nuevo consejo, dice Carsten Brzeski, economista en el banco ING, “es más entusiasta y menos experimentado, más propenso a cambiar de rumbo ante la primera piedra en el camino y, en consecuencia, a que puedan perpetuarse los riesgos en el tiempo”. La cuestión clave, enfatiza Brzeski, es saber si “pueden recalibrar la gestión monetaria del BCE sin causar tensiones y temores en los mercados ante unas posibles subidas de tipos”. La capacidad de influencia de Lagarde, en este sentido, será esencial. Lena Komileva, economista jefe de G+Economics, así lo cree: “El BCE se enfrenta a un dilema diferente del que tuvo que lidiar hace ocho años, en el que no sólo se encargó de salvar el euro, sino de evitar la japonización de la economía europea, sumergida en una prolongada deflación”. El reto ahora no es romper la unión monetaria, sino restaurar el dinamismo de su economía y, en consecuencia, “algo tiene que hacer porque las tasas de bajo crecimiento, con escasa inflación y reducidos tipos de interés no es sostenible a largo plazo”.  

Los inversores buscan la luz al final del túnel

La primera revisión estratégica del BCE en dieciséis años está siendo sometida a una escrupulosa mirada bajo la lupa de los inversores que mayoritariamente creen que se trata de una táctica que Lagarde empleará para cambiar la trayectoria de tipos este año. Una especie de luna de miel en la que se presenciará un periodo inicial de mantenimiento del precio del dinero, sin descartar una rebaja técnica, para emprender el camino de subidas moderadas en 2021. Así lo aprecia el economista de Morgan Stanley Markus Guetschow: “El BCE proseguirá las pautas actuales”, aunque si persisten los signos de estabilización, “y el balance de riesgos se consolida, podría modificar”, incluso, su política a medio plazo, a lo largo de esta primavera, “y pasar acabar con la posición negativa de ahora a una neutral”. Franck Dixmer, responsable de renta fija de Allianz Global Investors, considera que el momento de la revisión elegido por Lagarde le concede una etapa idónea para desarrollar la nueva estrategia y completarla en paz, sin interferencias de los mercados ni urgencias inmediatas”. Stefan Schneider, de Deutsche Bank Research Management, precisa que la doctrina Lagarde “persistirá a lo largo de todo este ejercicio”. Aunque recuerda que Draghi ya “puso en consideración” estos cambios en el objetivo de inflación. Pero, a su juicio, “sería una gran sorpresa que el BCE no ajustara su meta actual y accediera al objetivo simétrico que opera en el Reserva Federal y el BoJ”, la autoridad monetaria nipona. De hecho, su previsión es que la revisión estratégica del BCE, en su conjunto, se propague hasta finales de 2020. Entre las razones de su diagnóstico, destaca la ausencia de presiones inflacionistas en casi todas las latitudes del globo.

 

 

De momento, las actas de la política monetaria europea admiten este periodo de gracia. En su texto explicativo posterior a su última reunión quincenal, incide en que “la política de tipos de interés no ha alcanzado aún la ratio de reversión o reversal rate”. Un mensaje que deja traslucir tres argumentos de futuro. Hay poco margen para nuevos recortes del precio del dinero, el lazo entre expectativas de inflación y su dato real no están en la misma longitud de onda y que los exiguos brotes verdes en la actividad, unido al equilibrio de riesgos en los mercados, inducen a pensar que el retoque hacia una política neutral, la salida de los tipos negativos, podría empezar en cualquier instante. Es la visión de Bank of America Merrill Lynch. Sobre todo, si el BCE acepta su propia autoexigencia de inculcar mayor transparencia a sus deliberaciones. Como recalca el gobernador del banco de Italia, Ignazio Visco. “Personalmente, no estoy en contra de desvelar las disensiones entre los miembros del BCE”, señala.

El segundo gran dilema es el componente ecológico. Alexander Lehmann, analista de Bruegel, un think-tank de marcado cariz paneuropeísta, considera una buena maniobra por parte del BCE la incorporación de los efectos del cambio climático. Sobre todo, porque “los bancos de la UE ya se están movilizando hacia políticas de crédito dirigidas a proyectos sostenibles”, afirma. De ahí que necesiten “una hoja de ruta adecuada a esta reconversión industrial, con objetivos claros de desarrollo de cómo los riesgos climatológicos pueden conducir a una regulación prudente en este nuevo orden europeo”. Pero Lehmann va más allá. La justifica también en el Green Deal de la Comisión y sus masivos fondos de inversión destinados a la sostenibilidad que potencialmente movilizarán el 1,5% del PIB anual del bloque. Con capitales procedentes del propio Gobierno de la UE, de su brazo financiero, el BEI, de los mercados de capitales europeos y de otras entidades multilaterales o privadas, en alusión a los bancos. Todo ello traerá consigo nuevas reglas y unos nichos de negocios que ya son operativos. El experto de Bruegel menciona la efervescencia de los bonos verdes, diseñados bajo certificados medioambientales, sociales y de buen gobierno y que, en 2019, superaron con creces los 167.000 millones de dólares de 2018. Y serán los bancos los que, por encima de los mercados de capitales, suministrarán la mayor parte de los préstamos que se concederán hacia las empresas que busquen la neutralidad energética, espeta.

Para este analista, el papel del BCE será fundamental en la carrera competitiva de la industria bancaria y en la percepción de los riesgos asociados a la concesión de créditos en el futuro. Es decir, en la concreción de los instrumentos financieros y del elenco de garantías de los activos de la banca sostenible. Para el establecimiento de los requerimientos legales futuros y para dar soporte a las llamadas finanzas verdes. Bajo un clima en el que, presumiblemente, se penalizará a los negocios contaminantes. En este cometido va a resultar también determinante la tarea de la Autoridad Bancaria Europea (EBA, según sus siglas en inglés), aconseja. “Las finanzas verdes precisan de un conocimiento adecuado de los retos y de las metas y de unas directrices que sean consistentes con la estrategia europea y, dentro de ella, los bancos europeos deben reclamar que las políticas y la regulación sean predecibles, con objeto de que puedan conseguir unos beneficios y unas tasas de rentabilidad en línea con las ventajas que ofrecen estos cambios estructurales”.