El petróleo caro ha llegado para quedarse bajo un clima de riesgos geopolíticos y ecológicos

El barril de petróleo Brent, de referencia en Europa, cotizó el pasado 6 de julio por debajo de los 100 dólares por primera vez desde abril. Fue un espejismo. Ni políticos, ni empresas o inversores parecen creer que este episodio marcará tendencia. Y mucho menos que la espiral alcista de los precios de gas y del oro negro vaya a tocar a su fin. Más bien, al contrario. El sentimiento general del mercado es que es un respiro, fruto de la drástica caída de la demanda energética de países industrializados ante las cada vez mayores manifestaciones de un aterrizaje brusco de sus PIB y unos IPC desbordados como nunca en más de cuatro decenios, una etapa restrictiva de acceso al capital por las subidas continuadas de los tipos de interés y el temor a un otoño caliente en el que se agudizarán las presiones energéticas desde el Kremlin. Con Europa, otra vez, como foco prioritario de sus operaciones.

La tregua obedece a una reordenación de la oferta y la demanda en economías que han salido recientemente de confinamientos sociales por el Covid-19 y a los intentos occidentales de topar el precio del gas y petróleo rusos, mientras la OPEP + revela evidencias sobre la inestabilidad de sus deliberaciones internas, entre partidarios de regar más el mercado, como Arabia Saudí que, al menos sobre el papel, se inclina a manifestar ante la Administración Biden su predisposición y la de sus vecinos del Golfo Pérsico a elevar sus cuotas productivas, frente a la postura de Rusia de restringir y redireccionar los flujos energéticos desde sus clientes europeos a nuevas alianzas contractuales surgidas en Asia. “El mundo nunca ha sido testigo de una crisis energética de tal magnitud con tantos y tan variados factores geoestratégicos que hacen cualquier valoración del mercado un asunto de alta complejidad”, resumía hace unos días Fatih Birol, director ejecutivo de la Agencia Internacional de la Energía (IEA, según sus siglas en inglés) la coyuntura energética actual. Antes de presagiar que, “en cualquier caso, puede que todavía no hayamos visto lo peor”.

Las palabras del máximo ejecutivo de la institución creada para garantizar el abastecimiento del petróleo en todo el mundo -y del resto de fuentes energéticas- no pretenden asustar, sino, más bien, arrojar un manto de realidad. Los precios de la gasolina en EEUU han subido un 42% este año y han catapultado la inflación del primer mercado del planeta a su cota más alta en más de una generación, mientras los elevados costes de la energía han esparcido el descontento social desde Perú a Sri Lanka y han puesto en un brete las hojas de ruta que las autoridades políticas occidentales y de cada vez más mercados emergentes y países en desarrollo habían establecido para alcanzar la neutralidad energética. Con exigentes objetivos de emisiones netas cero antes, durante o inmediatamente después del ecuador de este siglo. Esta loable cruzada para combatir el cambio climático ha empezado a experimentar contratiempos notables, como se encargó de presagiar Jeff Currie, estratega jefe de Goldman Sachs, ya desde el pasado otoño, al criticar que la Vieja Economía fósil no estaba dispuesta a dejar de influir en el ciclo de negocios post-Covid. Casi medio año antes de la invasión rusa de Ucrania. 

Este verano los niveles productivos puestos en el mercado no atienden aún toda la demanda de crudo que necesita la economía global, pero el ritmo de los contratos de futuro están bajando en unos intercambios energéticos que han generado demasiado confusión de cálculo desde que en la primavera de 2020, en las primeras semanas de la propagación masiva de la epidemia del Covid-19, los precios del crudo cayeron incluso por debajo de cero; es decir, el mercado clamaba -y pagaba- por retirar barriles del sistema. Sin embargo, en 2021 las cotas de consumo volvieron a recuperarse y, según la IEA, en 2023 se restablecerán los niveles previos a la Gran Pandemia, al pronosticar un alza del 2% interanual. 

Tensiones geopolíticas de alto riesgo

Hasta aquí el diagnóstico económico. Porque JPMorgan Chase apuntaba a un escenario apocalíptico a finales de junio, en el que Vladimir Putin ordenaba retirar millones de barriles de crudo ruso del mercado y hacía subir la cotización hasta los 380 dólares. Pese a disponer de nuevos clientes de carácter estratégico como China e India, las cuotas rusas han retrocedido en más de un millón de barriles diarios ante la prolongación de las sanciones occidentales y los impedimentos cada vez más mayúsculos para hacer negocios con Moscú. La clásica OPEP, sin el + de países aliados energéticamente con Rusia, que aporta alrededor del 40% del crudo global, promete elevar sus cuotas. Pero el cártel no es un foro del que Occidente se pueda fiar a pies juntillas. A las ínfulas de grandeza de Aramco, la mayor petrolera del planeta y propiedad del Estado saudí, que asegura poder bombear más de 12 millones de barriles diarios, uno más de la cuota productiva conjunta aprobada por los socios de la OPEP + para el mes de agosto, y las nuevas y modernas instalaciones en varios emiratos e Irak, además de en suelo saudí, se unen unas infraestructuras viejas y destartaladas como consecuencia de un largo decenio de inversiones testimoniales y las incógnitas de un bloque, el cártel, sometido a presiones geopolíticas muy variadas y propenso a cambios drásticos de posición. 

Las cinco grandes petroleras del mundo planean invertir 81.700 millones de dólares este año, la mitad de lo que emplearon en 2013. Pero en una fase restrictiva del crédito por la carestía del dinero y las políticas monetarias restrictivas de los bancos centrales. Y con dudas razonables del futuro de los planes de sostenibilidad iniciados, con subsidios estatales de por medio, en más de una veintena de economías -con la europea contabilizando como única- para expulsar también con exenciones fiscales a los combustibles fósiles de sus sistemas productivos. Sin embargo, las tensiones energéticas y la escalada de sus precios han precipitado el retorno a la producción de carbón y otras fuentes energética altamente contaminantes. Los actuales 20 millones de coches eléctricos en circulación en todo el mundo no parecen un censo demasiado notable como para reducir de forma permanente la demanda de crudo. Aun así, desde Citigroup se calcula que el barril descenderá hasta los 65 dólares si se desencadena una recesión global. 

Eso sí, no sin antes exhibir su músculo. Porque Goldman Sachs presagia que al final del actual trimestre estival va a rozar los 140 dólares. En una nota a inversores explican que “una recesión no es un riesgo para las commodities”, dado que “la oferta se ajustará a la pérdida de demanda sin que haya margen para evitar una contención, aunque sea puntual, de la inflación”.   

Desde el World Economic Forum (WEF), institución gestora de las cumbres de Davos, arrojan luz en medio de este túnel de contratiempos. Robert Muggah, cofundador de SecDev Group y del Igarape Institute, asegura que la guerra de Ucrania “está precipitando una reevaluación urgente de los riesgos sistémicos con repercusión universal” en la que “la capacidad de resiliencia de las sociedades civiles, los gobiernos y las empresas será determinante para salir airoso de todos los retos que se avecinan”. Es una “reorganización” en toda regla, sobre aspectos “fundamentales” de los contratos sociales, las agendas reformistas y las estrategias productivas internas. Dentro de un contexto generalizado de remodelación de las interdependencias de la economía mundial.    

Tres botones de muestras disruptivas

El orden internacional se enfrenta a una intersección de acontecimientos geopolíticos que están generando unas consecuencias impredecibles. Desde el Covid-19 y, sobre todo a raíz de la guerra de Ucrania, “las disrupciones en los mercados financieros, en la logística comercial debido a los cuellos de botella generados por el transporte marítimo y, previamente, por la reanudación de las cadenas de valor, en los flujos de abastecimientos de materias primas y en las tensiones entre EEUU y China, están provocando una revisión en profundidad de las vulnerabilidades y riesgos sistémicos”. Con nuevos signos de proteccionismo, reestructuraciones empresariales y debilidad de gobierno.

El segundo de los peligros que describe Muggah es el de la contienda bélica y sus efectos sobre la producción de alimentos, el comercio de materias primas y los flujos de bienes y servicios, así como en las transferencias de capital e inversiones. Y que ha creado problemas de pago, hasta proclamar la suspensión de sus obligaciones, en Sri Lanka. Pero también en Egipto, Túnez, Perú o Yemen y, en general, entre los mercados emergentes y en desarrollo con especiales niveles de endeudamiento. “La guerra está reconfigurando los sistemas y la seguridad energética de todos los países”, con independencia de su mayor o menor autonomía del gas y del petróleo. Firmas que ha abandonado sus joint ventures en Rusia, mientras los aliados BRICS de Rusia, además de Turquía, han incrementado sus compras de gas y petróleo ruso pese a las represalias de EEUU y Europa contra el Kremlin. Mientras la propia UE sigue siendo el principal socio de Moscú con un contrato conjunto de 3,5 millones de barriles diarios de crudo y de productos de refino. 

Todo ello, finalmente, ha desordenado la transición verde, explica Muggah, para quien cualquier precio por encima de los 150 dólares supone un serio correctivo a las hojas de ruta europeas y estadounidense, llamadas a marcar el paso de la transición energética que debe conducir a unas emisiones netas cero de CO2 a la atmósfera en el ecuador del siglo. Si bien, al mismo tiempo, se puede concebir esta necesaria reducción de la dependencia energética fósil y rusa de Europa en un sentido positivo de aceleración de las metas medioambientales. En cualquier caso -enfatiza- el salto hacia las renovables entre las potencias de rentas altas “podría ser impredecible si las elevadas cotizaciones de los carburantes fósiles, del gas y del petróleo, logran desestabilizar los mercados”. Escenario que es más que factible que suceda si no se minimizan los riesgos de unos flujos de abastecimientos con demasiados tensores y unos esfuerzos de descarbonización que aún suscitan dudas en no pocas economías, aclara.