En primer lugar, se quiere evitar el greenwashing. Es decir, que se autoproclamen inversiones buenas para el planeta las que sólo contribuyen a un lavado de cara. Según esta normativa, la denominación de verde sólo podrá adjudicarse para los casos en los que el fondo esté invertido en un negocio que contribuya a conseguir el reto marcado por la UE de cero emisiones contaminantes de aquí a 2050.
Se trata de un cambio significativo si tenemos en cuenta que en el último trimestre de 2020 los fondos y ETFs sostenibles o ESG (los que hasta los parámetros actuales cumplían unos determinados criterios ambientales, sociales y de gobierno corporativo) atrajeron el 45% de los flujos globales de fondos europeos.
Por otro lado, el Ejecutivo comunitario va a revisar la Directiva sobre Información no Financiera para obligar a todas las grandes empresas a que den a conocer en profundidad sus políticas y prácticas en materia de ESG. Se calcula que serán unas 50.000 empresas en toda Europa (hasta ahora eran unas 11.000) las que deberán aclarar por escrito y de manera sistemática, de qué manera sus negocios impactan sobre el ecosistema en el que se desenvuelven.
Así pues, continúan generándose nuevas normativas y regulaciones en relación con la protección del medio ambiente que afectan a cómo las empresas se comunican con el mercado y, en general, con todos sus grupos de interés.
Recientemente, el Congreso de los Diputados aprobó la primera Ley de Cambio Climático y Transición Energética en España que, igualmente, promueve que de aquí a 2050 vivamos en la “neutralidad climática”. Esta ley tiene numerosas derivadas, pero uno de los aspectos significativos -desde mi perspectiva de consultora de comunicación- es que obliga a grandes empresas, entidades financieras y aseguradoras a que elaboren anualmente informes sobre los riesgos para su actividad derivados “de la transición hacia una economía sostenible y las medidas que se adopten para hacer frente a dichos riesgos”.
Está claro que, desde hace unos años, el foco de normativas e iniciativas públicas y privadas está puesto en impulsar un cambio significativo en favor de la sostenibilidad del planeta. Un cambio que, lógicamente, se está trasladando a la manera como las entidades se presentan ante empleados, reguladores, consumidores o instituciones públicas. Dicho de otro modo, a su “relato”. Tanto en su comunicación institucional, como en su publicidad o sus estrategias de marketing.
Los equipos de comunicación, junto con las consultoras, hemos tenido que trabajar a fondo para, por un lado, tener conocimientos profundos de las diferentes y nuevas normativas en materia de información climática; y, por otro, para ampliar nuestra sensibilidad y capacidad para generar y presentar ante los grupos de interés nuevas iniciativas de impacto positivo en el entorno.
En resumen, las compañías han tenido que hacerse verdes al tiempo que aprendían a contarlo. Y la tarea -apasionante- es previsible que tenga que continuar por bastante tiempo y cada vez con estándares más elevados.
En este caso es la UE la última que plantea un nuevo “ticket” que deberán sacar casi cuarenta mil nuevas compañías si quieren pasar a la final de la carrera contra el greenwashing.¿Se trata de una nueva "condena burocrática" con unos costes elevados asociados? Se puede ver desde esa perspectiva, pero no es demasiado útil para la supervivencia del negocio.
Quizá sea más útil reconocer que estratégicamente lo verde tiene un propósito y conecta, así que contribuye a mejorar nuestro entorno y nuestra reputación y, por tanto, nos ayuda a colocarnos en un lugar de salida preferente en la pista de competición.