
El famoso objetivo del 2% no nació de un modelo económico hiperracional, ni de un concilio de premios Nobel. Nació, según la anécdota histórica más aceptada, de una entrevista televisiva en Nueva Zelanda, cuando un político, sin más cálculo que el de su sentido común y el apuro del directo, soltó ante la pregunta del objetivo de una inflación controlada: “Bueno, algo así como un 2% suena bien”. Y acababa de nacer el pilar sobre el que se construiría la política monetaria de medio planeta.
La historia es tan simple que cuesta creerla. Roger Douglas, ministro de Finanzas neozelandés en los años 80, quiso dar una imagen de compromiso con la inflación baja y, al ser preguntado por su definición, respondió “alrededor del 2%”. Poco después, el Banco de la Reserva adoptó oficialmente esa cifra como objetivo. Canadá, Reino Unido, Suecia y el Banco Central Europeo no tardaron en imitar la jugada. El 2% era una cifra redonda, vendible y aparentemente equilibrada: ni tan baja como para generar miedo a la deflación, ni tan alta como para molestar demasiado a los ahorradores.
En 1989 el Gobierno de Nueva Zelanda aprobó la Reserve Bank of New Zealand Act, que otorgaba independencia al banco central y le fijaba como misión la estabilidad de precios. El entonces ministro de Finanzas, Douglas, quería un objetivo concreto de inflación para dar credibilidad.
El propio Don Brash, que fue gobernador del banco central de Nueva Zelanda entre 1988 y 2002, reconoció años después que el 2% no venía de ningún estudio académico sólido, sino que fue una cifra mencionada casi al azar por su colega, el ministro de Finanzas adjunto Trevor de Cleene, en una rueda de prensa.
Lo que vino después fue una especie de backfilling teórico. Como cuando alguien toma una decisión por instinto y luego redacta un informe de 50 páginas para justificarla. Economistas y académicos elaboraron todo tipo de argumentos post hoc: que si permite ajustar salarios reales sin fricciones, que si evita la trampa de los tipos de interés cero, que si es el mal menor frente a la deflación… Todo con un aire de ciencia, pero sin una base empírica que justificara que 2% era mejor que 1,5% o 2,3%.
En una economía sana, los precios deberían reflejar la escasez relativa de los bienes. No subir porque sí. La inflación no es una bendición ni una maldición per se. Es un síntoma. Y como todo síntoma, hay que mirar su causa. De hecho, los precios no deben manipularse con fines sociales o macroeconómicos.
En la teoría monetaria clásica, si el dinero es neutro a largo plazo, ¿qué sentido tiene provocar artificialmente un 2% de pérdida anual de poder adquisitivo? Si eso no fuera suficiente, añadamos el hecho de que ese 2% acumulado destruye más de un 18% del valor de la moneda en apenas una década. Es decir, quien hoy cobra 1.000 euros, dentro de 10 años necesita 1.180 para mantener el mismo nivel de vida... si tiene suerte y su salario sube igual que el IPC. Y ya sabemos que eso no siempre ocurre. Y que la inflación es muy superior a veces. Y ojo, no entramos a cómo se calcula esa inflación, que sería otro artículo.
La inflación tiene consecuencias redistributivas. Favorece a los deudores frente a los acreedores, castiga el ahorro y premia el endeudamiento. Es decir: beneficia a los gobiernos altamente endeudados (casualidad, ¿verdad?) y a quienes viven del crédito barato, mientras empobrece lentamente al ahorrador prudente, al pensionista o al asalariado cuyo sueldo no se ajusta con la misma velocidad que los precios.
No es casualidad que los bancos centrales, cuya credibilidad depende en parte de mantener bajo control la inflación, hayan redefinido el éxito como “conseguir que los precios suban todos los años”. Como si ir perdiendo valor adquisitivo lentamente fuera un signo de estabilidad. Es como si el capitán del barco celebrara que el barco hace agua... pero no demasiada. La Escuela de Salamanca decía que era robar a los pobres en sus bolsillos (incluso defendieron el regicidio si se envilecía el real de vellón).
¿Sería tan terrible tener una inflación del 0%? ¿Acaso el progreso requiere que los precios suban? Más bien al contrario. En sectores donde hay aumentos de productividad reales —tecnología, electrónica, transporte— los precios tienden a bajar, y eso no impide que sigan creciendo y creando empleo. La obsesión por evitar la deflación a toda costa se basa en el temor a una espiral negativa que, salvo en entornos de deuda excesiva, no tiene por qué producirse.
Además, si aceptamos que el dinero es un medio de intercambio y reserva de valor, lo lógico sería que conservara su poder adquisitivo en el tiempo. Es decir, que su inflación fuera cero o incluso levemente negativa si la productividad lo permite.
Quizá haya llegado el momento de dejar de tratar el 2% como un tótem incuestionable y empezar a abordarlo como lo que es: una convención absurda, que quizá ya no responde ni a las necesidades actuales ni a los principios económicos. El progreso financiero empieza por atreverse a pensar de forma independiente, incluso —o sobre todo— frente a lo que todo el mundo repite como mantra.
Y tú, como inversor, como ahorrador, como ciudadano ¿no preferirías que tu dinero valiera lo mismo dentro de diez años que hoy? ¿No preferirías que a la rentabilidad de tus inversiones le pudieses sumar la apreciación del poder adquisitivo de la moneda?

