Unos presupuestos sin glamourLas previsiones macroeconómicas han sido cuestionadas por organismos tan importantes como el Banco de España y la Autoridad Fiscal Independiente, que son instituciones al margen de la lucha partidista, y también por la Comisión Europea. Este trío de entidades al que debería prestarse mucha atención considera que el PIB caerá este año por encima del 12%, un punto más de lo que estima el Gobierno, y que la recuperación el año próximo será bastante más modesta, del orden del 5,5% en lugar de más del 7% que pronostica el Gabinete. Las consecuencias de unas diferencias de tal envergadura es que las hipótesis planteadas sobre la recaudación fiscal para contener el déficit público y aminorar el ritmo de aceleración del nivel de deuda pública están lejos de la realidad, y que son de improbable cumplimiento. 

Hay un acuerdo unánime en que las estimaciones de ingresos están claramente infladas, y en que, al mismo tiempo, las que se refieren a los gastos están infravaloradas en una coyuntura sobre la evolución del Covid tan incierta que ha obligado a gran parte de las autonomías españolas a decretar de nuevo el cierre del sector de la hostelería, y que tiene en vilo a Europa, donde se han reestablecido los confinamientos con las consecuencias correspondientes sobre la actividad turística y comercial de la que tanto dependemos. Pero el problema de la ley de presupuestos que será debatida en los próximos días en las Cortes tiene también mucho que ver con la filosofía que la inspira. Parece razonable que en un tiempo de depresión económica tan dura como la que estamos viviendo, y que tiene todos los visos de prolongarse, los gastos del Estado aumenten de manera desproporcionada y exorbitante.

Muchos de ellos lo van a hacer de manera inexorable y al margen de cualquier decisión política, debido a lo que se conoce como los estabilizadores automáticos. El resultado del paro rampante es un incremento exponencial de los subsidios de desempleo y el crecimiento de la deuda provocado por el aumento del déficit exige unos mayores pagos obligatorios para honrar sus intereses. Al mismo tiempo parece conveniente que en estos momentos de fragilidad acuciante el Estado multiplique sus niveles de inversión pública con el fin de inyectar oxígeno a una demanda exangüe. La presión sobre el gasto también se va a mantener firme porque, a buen seguro, la duración de los expedientes de regulación temporal de empleo va a prolongarse, y parece oportuno que así sea, al margen de los riesgos que esto entraña en términos de sostener a empresas ‘zombis’ que han perdido su razón de ser y la posibilidad de ser rentables en el futuro.

Lo que es mucho más discutible, y sin duda inconveniente, es que se decrete un aumento del gasto estructural de carácter permanente. Y lo es por su naturaleza difícilmente reversible. A pesar de las advertencias de todas las instituciones mencionadas, y de las enseñanzas que apunta la evidencia empírica, esto es lo que se ha hecho con la decisión de subir el sueldo de los funcionarios un 0,9%, de revalorizar las pensiones en la misma cuantía y de aprobar un alza del 5% en el índice de referencia de todas las subvenciones y ayudas públicas que presta el sistema de provisión estatal.  A diferencia del sector privado, que está padeciendo una destrucción de empleo sin parangón, así como una pérdida de tejido productivo como nunca se había visto en la historia,los funcionarios y los pensionistas han sido los grandes privilegiados durante la actual crisis. No ya es que los primeros tengan su puesto asegurado de por vida, y que los jubilados cobren todos por fortuna a final de mes, sino que, paradójicamente, y dada la inflación prácticamente nula, han ganado poder adquisitivo a lo largo del periodo. Que lo sigan haciendo en el futuro, con la que está cayendo, es realmente incomprensible. 

Como decía el gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos, es posible que haya algunos colectivos especialmente castigados por la pandemia, como es el caso de los sanitarios, que podrían ser beneficiarios de un cierto grado de magnanimidad pública, pero en lo que concierne al resto, la decisión de impulsar y de consolidar aumentos retributivos en colectivos protegidos y discriminados positivamente sin motivo durante la crisis atenta contra el más elemental sentido común. Hay, por último, otro gasto estructural incluido de matute en el presupuesto, y es el Ingreso Mínimo Vital, que ya se queda de por vida, y que absorberá recursos crecientes si se consolida uno de sus efectos letalmente perniciosos, como es el de acostumbrar a la gente a depender permanentemente de la asistencia pública al tiempo que inducirla a ingresar en la economía irregular para compensar ese salario mínimo legal, permaneciendo de por vida al margen del mercado laboral ordinario. 

Igualmente parece fuera de lugar subir los impuestos en una coyuntura de depresión económica como la que estamos padeciendo. Esta es una estrategia insólita que va a la contra de la que están siguiendo todos y cada uno de nuestros socios europeos, cuestión que debería hacernos pensar en si nos estamos equivocando radicalmente, y si la política económica ha dejado de estar guiada por la prudencia, la práctica y la persecución de resultados, o ha pasado a estar presidida simplemente por la ideología, siempre mal compañera sobre todo en tiempos de mudanza. 

La subida del impuesto de la renta a los presuntamente ricos apenas logrará una recaudación marginal a cambio de castigar a la crema de la sociedad, con más capacidad de inversión y de generación de empleo. La reducción de las desgravaciones fiscales a las multinacionales españolas precisamente por sus actividades en el extranjero contraviene cualquier manual de estilo de todo país civilizado, que es apostar por las compañías que tienen éxito y que han demostrado una trayectoria sólida y acreditada fuera de nuestras fronteras. El aumento del Impuesto sobre el Patrimonio tampoco proporcionará grandes réditos en términos de ingresos, pero es otro mazazo en contra de la justifica fiscal, pues es obvio que todo lo que grava ya ha sido antes pasto de la Hacienda Pública a través de la contribución obligada por los ingresos salariales o los del capital. En fin, el aumento de la presión tributaria en España, que ya tiene un grado de progresividad fiscal muy superior a la de nuestros socios, va en contra de la justicia, desalienta el trabajo y la inversión y, para más inconveniente si cabe, no aportará el rendimiento suficiente para paliar el gasto público colosal en el que el Gobierno está dispuesto a incurrir.

La decisión de establecer por primera vez un impuesto sobre las transacciones financieras o la tasa a las grandes multinacionales tecnológicas, sin el debido consenso internacional y la aprobación conjunta de los países europeos con los que tenemos que competir, sólo augura deslocalización de inversiones, encogimiento del mercado bursátil y pérdida de oportunidades en la nueva economía que domina el mundo. Castigados de modo inmisericorde por la pandemia, y cautivos del sector turístico, que sufre una depresión brutal, cerrar el paso a la inversión extranjera y disipar el atractivo para la llegada de negocios y de compañías a España es una política francamente equivocada.    

En resumen, el proyecto de presupuestos del Estado no parece idóneo para combatir las debilidades ni las urgencias de la economía española, que afronta su momento más crítico desde la guerra civil. El déficit simula ser incontenible producto de un gasto público con tendencia a dispararse mucho más de lo previsto por mor de las exigencias de una pandemia fuera de control, que no podrán ser compensadas ni de lejos por un modelo fiscal que no sólo no va a proporcionar el rendimiento estimado en ingresos sino que, peor aún, puede provocar consecuencias muy negativas sobre la disposición de los individuos a trabajar y que va a castigar al mismo tiempo el desempeño de las empresas, que son y serán siempre nuestra tabla de salvación. En esta combinación de circunstancias tan nocivas, la llegada de los fondos comunitarios, por plazos, con cuentagotas y condicionados escrupulosamente a la excelencia de los planes de inversión, serán un paliativo menor sin capacidad de compensar los errores de política económica y sobre todo de resucitar la pujanza que el país ha perdido dramáticamente.