Desde su creación, los bancos centrales han sido los responsables de desarrollar diversas tareas, desde crear billetes y monedas, gestionar las reservas, garantizar el funcionamiento de los sistemas de pagos, hasta gestionar la deuda pública y recopilar estadísticas. Muchas de estas labores se han ido transfiriendo a otros organismos con distinto grado de autonomía, para centrarse en objetivos más vinculados con las necesidades actuales de sus respectivas economías y con el papel que puede desempeñar un banco central. Entre las distintas metas que puede adoptar una autoridad monetaria pueden señalarse las siguientes:

1) Estabilidad del tipo de cambio.

2) Control de un tipo de interés.

3) Crecimiento de la renta nominal.

4) Control de los agregados monetarios.

5) Control de la inflación.


Las características de cada uno de los países en cuanto a tamaño, desarrollo, existencia de un mercado de capitales líquido, apertura al exterior, situación presupuestaria, etc., recomendará implantar una o varias de estas estrategias. En cualquier caso, el objetivo más común es el control de la inflación.

El cambio en los objetivos de política monetaria es una de las transformaciones más destacadas en la década de los noventa. Uno de los primeros episodios en esta transformación se produjo en Nueva Zelanda, cuando la ley
Reserve Bank Act de 1989 no sólo estableció que la función primaria de la política monetaria es mantener la estabilidad de precios, sino que además hizo al gobernador del Reserve Bank personalmente responsable de la consecución de ese objetivo.


A partir de esa fecha, un importante conjunto de bancos centrales ha transformado (o instaurado) sus objetivos de política monetaria con la intención de adoptar un enfoque hacia la estabilidad de los precios, cuyo éxito, en términos generales, ha sido destacado ya que se han alcanzado menores tasas de inflación sin dañar el crecimiento económico.
 

1.       La estabilidad de precios mejora la transparencia del mecanismo de precios relativos, contribuyendo a asegurar una asignación eficiente de los recursos reales por el mercado. Ésta elevará el potencial productivo de la economía. En este sentido, la estabilidad de los precios crea un entorno en el que las necesarias reformas estructurales instrumentalizadas por los gobiernos nacionales con objeto de aumentar la flexibilidad y eficiencia en los mercados pueden ser mucho más efectivas.

2.      Los precios estables minimizan la prima de riesgo de la inflación incorporada a los tipos de interés a largo plazo, lo que reduce el nivel de estos últimos y contribuye a promover la inversión y el crecimiento.

3.     Si existe incertidumbre sobre el nivel futuro de precios, se desvían recursos en operaciones de cobertura contra la inflación o la deflación en vez de utilizarse para fines productivos. La estabilidad de precios elimina también los costes reales que se producen cuando la inflación o la deflación agrava las distorsiones que el régimen fiscal y el sistema de prestaciones sociales causan sobre el comportamiento económico.

4.       El mantenimiento de la estabilidad de precios evita la redistribución significativa y arbitraria de la riqueza y de la renta que surge en entornos tanto inflacionistas como deflacionistas y contribuye, por lo tanto, a mantener la cohesión social y la estabilidad.

 

Desde la década de los setenta han sido numerosos los casos de economías que han sufrido los efectos negativos de un fuerte crecimiento de los precios. En sentido contrario, también se han podido constatar las distorsiones que provoca una persistente deflación (el caso de Japón desde mediados de la década de los 90). Así, en una situación de caída de los precios, la capacidad de los bancos centrales de instaurar tipos de interés reales negativos depende no tanto de los tipos nominales como de la intensidad y persistencia de la deflación. Además, la retribución real positiva del dinero incentiva su atesoramiento, amortiguando de esta forma el impacto de las inyecciones de liquidez del banco central en la demanda agregada y los precios.

Es abundante la literatura económica y los estudios empíricos que demuestran los efectos beneficiosos de la estabilidad de los precios, ya que contribuye por sí misma a la consecución de objetivos relacionados con el PIB, el empleo o el tipo de cambio. La inflación provoca distorsiones en el sistema de precios, hace más compleja la programación financieras de las empresas a largo plazo y supone un incremento de la presión impositiva.

A pesar de que el significado del concepto de incremento de los precios y de inflación está generalmente aceptado, no es fácil encontrar una definición del concepto de “estabilidad de los precios”. La que nos ofrece Alan Greenspan, el presidente de la Reserva Federal estadounidense, está caracterizada por su pragmatismo: “una tasa de inflación lo suficientemente reducida para no distorsionar los procesos de toma de decisiones por parte de los agentes económicos, bien sea en los ámbitos del consumo, producción, ahorro o inversión”.


¿Es necesario cuantificar el objetivo de estabilidad de los precios?


Hasta ahora se ha hablado de “estabilidad de precios” en sentido amplio, sin llegar a cuantificar este concepto en una tasa de avance específica ni a establecer un horizonte temporal. Indudablemente, una mayor concreción incrementará la credibilidad del banco central al someterse a una mayor disciplina, que, lógicamente, no está exenta de riesgos. En algunas ocasiones, como ha sucedido en pasados ejercicios, el incumplimiento del objetivo y, sobre todo, la restricción en el horizonte temporal, ha podido provocar decisiones de política monetaria que se han demostrado erróneas con el paso de los meses.

Sorprendentemente, la Reserva Federal, una de las autoridades monetarias más respetadas, tiene la definición más amplia en su objetivo: “estabilidad de precios en el medio plazo”, lo que le ha permitido gozar de una importante flexibilidad cuando las circunstancias lo han exigido. En sentido contrario, tanto el Banco de Inglaterra como el de Suiza detallan al máximo su objetivo. En el primer caso, un crecimiento interanual del 2,5% en un horizonte temporal de 2 años y, en el segundo, se amplía el plazo (hasta los 3 años), mientras que se reduce el objetivo: un 2%. Ésta es la misma cota que ha establecido el Banco Central Europeo, si bien su plazo es algo más ambiguo: “medio plazo” y, tras las modificaciones realizadas en mayo de 2003, se ha introducido un pequeño matiz: “cercana, pero por debajo del 2%”. A pesar de que, de forma implícita, el Banco de Canadá y el Banco de Suecia han cuantificado la misma tasa de crecimiento objetivo (el 2%), su definición les otorga un mayor margen de maniobra, al definir un rango limitado entre el 1% y el 3%. Enfoques similares son los del Banco de Australia, que, desde 1993, mantiene un rango objetivo del 2%-3%, y el de Nueva Zelanda, donde desde diciembre de 1999 el rango es más amplio: entre el 0% y el 3%. Por último, cabe destacar el caso del Banco de Japón que, a pesar de no contar con un objetivo concreto de política monetaria, mantendrá una política de tipos de interés lo más cercana posible al 0% hasta que finalice la persistente deflación.