La inefable Ursula von der Leyen, que tan bien representa las esencias de esta Unión Europea burocratizada, confiscatoria y en definitiva, fallida (hola, Brexit) ha señalado claramente a quién expoliar aun más: a las empresas que funcionan. Bruselas ha puesto sobre la mesa una propuesta de un nuevo impuesto que afectará a todas las compañías que facturen más de 100 millones de euros anuales, con cuotas fijas que van desde los 100.000 hasta los 500.000 euros al año. No es por beneficios: por existir. 

La ocurrencia no es menor. La tasa se aplicaría por empresa, no por grupo consolidado. Es decir, si un holding tiene diez filiales relevantes, la mordida se multiplica por diez. A esto se suma el 15% de los impuestos especiales sobre el tabaco que Bruselas quiere redirigir a su propia caja, una nueva tasa sobre residuos electrónicos, otra por el carbono en frontera, y más ingresos del sistema de comercio de emisiones. Más ingeniería fiscal bajo la forma de exprimidor de cítricos.

La excusa es evitar que los Estados tengan que aumentar sus propias contribuciones. Es decir: para no subirle el impuesto al ciudadano alemán o francés, se le sube a las empresas que crean empleo, pagan sueldos y compiten a escala global. Y que, por supuesto, trasladarán lo más rápido posible a sus clientes el recargo. 

Por cierto, España se libra bastante, ya que, por desgracia, nuestro esquema es de cutre pymes. No tenemos tantas compañías que facturen más de 100 millones: de unos 3 millones de empresas, apenas 3.000 alcanzan esa cifra. El 0,1%.  

Una vuelta de tuerca más en ese modelo europeo que penaliza el éxito, como si ganar dinero fuera sospechoso por definición. No es una excepción. Es la tendencia. “Las empresas, que paguen, que para algo ganan dinero”, es la frase extendida, ignorando que cada vez que un emprendedor se lanza y asume riesgos, lo hace, precisamente, para ganar. Si no fuera así, nadie emprendería. 

En los últimos años, hemos asistido a una verdadera inflación de tributos sin lógica estructural. El impuesto a la banca en España, con carácter temporal… pero con vocación eterna. El gravamen a las energéticas, que penaliza justo a quienes sostienen las redes en momentos críticos. El impuesto de solidaridad a las grandes fortunas, que nace con nombre populista y base confiscatoria. El intento de aplicar un IVA digital diferenciado, que quedó en el limbo pero dejó claro el objetivo: seguir exprimiendo.

Cada semana llega un nuevo tributo, una nueva ocurrencia, una nueva forma de meter la mano en el bolsillo empresarial. Un indisimulado e ilegítimo ejercicio de nuestros burócratas, incapaces de gestionar las economías de los países sin erosionar las libertades y esquilmarlas. 

Siempre bajo el disfraz de la equidad, la emergencia climática o la solidaridad fiscal. El bien común, el eterno argumento de los tiranos, bajo el que se camuflan la voracidad recaudatoria, la híper regulación, el control total y, por supuesto, la pobreza y el desabastecimiento como inevitables consecuencias. 

Mientras Bruselas se entretiene diseñando su castillo fiscal, Francia acaba de anunciar un paquete de recortes estructurales. ¿Por qué? Porque no puede más. Porque ha chocado con el muro de su propia deuda. Porque por mucha ideología redistributiva que se aplique, los números cantan. 

La administración —sea nacional o comunitaria— no puede inventarse impuestos porque le conviene. No tiene derecho a confiscar la propiedad privada para sostener estructuras ineficientes o proyectos sin retorno. Los impuestos son un medio, nunca un fin. Su legitimidad nace del servicio, no de la necesidad política.

Cuando el Estado deja de administrar y empieza a recaudar por impulso, lo que hay no es política: es arbitrariedad. Es abuso. Es decadencia.
Sólo hay que mirar cualquier primera plana de cualquier diario: dan ganas de vomitar: cupo fiscal catalán para mantenerse en el poder, los inspectores en pie de guerra y más saqueo al resto de España. Montoro, ese ministro que prohibió de facto el uso del dinero en efectivo, imputado. Torre Pacheco. TVE utilizada sin el menor decoro. Súper Santos Cerdán en la cárcel y Ábalos, llamado a declarar en Perú. Los trenes siguen parándose, con ceses en Adif

Un colapso institucional, fruto de la inseguridad jurídica y las arbitrariedades normalizadas. Porque la corrupción es groseramente visible, sectariamente negada y mediáticamente encubierta. 

Pero la gente no es tonta del todo, al menos, la que no depende del estado. El empresario medio, el que factura más de 100 millones pero también paga 1.000 nóminas cada mes, empieza a preguntarse si merece la pena seguir jugando con estas reglas. Europa debería tomar nota.

La verdadera amenaza no es una empresa que gane demasiado, es una administración que gasta sin freno y cobra sin permiso. Una administración “adicta al gasto”, como dijo el primer ministro francés, François Bayrou, que no duda en esquilmar a sus ciudadanos. 

En fin… unas medidas excelentes para esa Europa señalada por Mario Draghi como continente incapaz de afrontar los retos de la productividad, el crecimiento y la generación de capital.