La invasión de Ucrania no es más que otro hito en el intenso proceso al que asistimos, desde hace algunos años, de modificación de los contextos geoestratégicos. Unos marcos que habían perdurado desde el final de la Guerra Fría y que actualmente están siendo cuestionados por actores como Rusia o China, buscando un orden mundial que satisfaga mejor sus intereses. Un auténtico terremoto para sectores como la energía o la agricultura, pero que obliga también a la redefinición de las estrategias nacionales, regionales y globales en el campo de la seguridad y defensa, orientadas ahora hacia un mundo multipolar.

Se trata de un cambio estructural en la concepción de cómo protegemos nuestras democracias y que, además, tiene un impacto directo en las capacidades tecnológicas e industriales necesarias para garantizar las políticas públicas en seguridad y defensa. Por eso, palabras como autonomía, suficiencia y resiliencia cobran ahora una nueva dimensión.

El contexto actual implica un mayor esfuerzo en cuatro grandes ámbitos: un aumento de la inversión pública en seguridad y defensa; una mejor coordinación con los socios europeos y aliados atlánticos; la modernización del tejido industrial asociado a esas políticas públicas y una mayor colaboración público-privada a nivel industrial dada la naturaleza dual de muchas de las capacidades que han de estar disponibles.

Por eso, alinear a través de la colaboración los esfuerzos dirigidos a desarrollar las nuevas capacidades tecnológicas e industriales definidas desde el sector público con los objetivos y potencialidades del sector privado es uno de los elementos clave de la ecuación. Todo el trabajo y proyectos que surjan desde una perspectiva común permitirán fortalecer la autonomía estratégica española y europea y consolidar, a la vez, la innovación asociada al desarrollo tecnológico de la industria.

Este punto, además, entronca con una de las realidades del sector. Según los últimos datos disponibles de la patronal TEDAE, casi 3 de cada 4 empresas (72%) del sector son PYMES, un aspecto que limita sus posibilidades de expansión en otros mercados internacionales. Por eso, uno de los mayores desafíos que tiene España para garantizar su autonomía estratégica es la consolidación de una industria de la seguridad y defensa capaz de competir internacionalmente y en sectores más maduros.

En un sector con una clara vinculación a la seguridad nacional, este impulso debe ser dirigido por el sector público. Los gobiernos nacionales son los únicos que pueden establecer qué capacidades tener, qué priorizar en un panorama de recursos finitos o de dónde obtener financiación, poniendo a trabajar a la industria en proyectos industriales que renueven o amplíen las capacidades de las Fuerzas Armadas.

Pero, por otro lado, también pasa por gestionar adecuadamente nuevas realidades como la robotización y los dilemas éticos que plantea o la creación de una política espacial nacional, por señalar algunos ejemplos. Horizontes ante los que España debe contar con un marco regulatorio que permita aprovechar las oportunidades que plantean.

De nuevo, la responsabilidad de que España aborde estas cuestiones es compartida entre lo público y lo privado. Toda iniciativa pública debe partir de una escucha activa de las necesidades y prioridades de la industria española, de manera que conjugue la seguridad jurídica con la flexibilidad para integrar futuros desarrollos y capacidades. A su vez, es tarea de la industria elevar la voz y tener una presencia activa en el debate público para que, con su conocimiento técnico y operativo, el esfuerzo público permita transformar la base industrial del sector de la seguridad y defensa a través de la regulación.

Es un reto no menor. De una interlocución fluida y honesta entre Gobierno y sector depende la base industrial y la adaptación a los retos que tenemos por delante en el sector de la seguridad y defensa. Depende, en definitiva, nuestro modo de vida.