Esta semana se cumple un nuevo aniversario de la Constitución de 1978, el cuadragésimo séptimo. Un texto que, nos guste más o menos, sigue siendo la columna vertebral de nuestro sistema político… y también económico. Porque, como repetimos a menudo en este espacio, la política es economía: no existe voluntad política sin un presupuesto detrás. 

Conviene recordarlo, porque se apela a la Constitución con enorme solemnidad, pero se incumple con sorprendente alegría. Uno de los artículos más relevantes es el 31.1, el que proclama una fiscalidad progresiva, justa y —palabras mayores— no confiscatoria. 

Lo de la progresividad es discutible; está en muchas constituciones modernas, aunque tiene efectos desincentivadores evidentes. Pero lo de “no confiscatoria” produce una mezcla de sonrisa irónica y resignación.

España recauda en torno al 40 % del PIB en impuestos y cotizaciones. Esa cifra, en cualquier país que aspire a ser avanzado, roza la línea roja de lo confiscatorio.

Cada semana leemos nuevos cambios en la normativa tributaria, nuevos impuestos, más tasas, subidas de tipos impositivos… Recaudación fiscal en máximos, renta per cápita en mínimos. 

Ese principio constitucional destinado a proteger al contribuyente es papel mojado: en décadas, casi ninguna figura tributaria ha sido tumbada por el Tribunal Constitucional por vulnerarlo. La Constitución dice una cosa; el sistema fiscal hace la contraria.

El modus operandi de Hacienda tampoco ayuda. Quiere saberlo todo, investigarlo todo y sancionarlo todo, con unos modos que rozan la violencia verbal. Cada investigación comienza acusando al contribuyente de haber falseado u ocultado información, nunca de haber incurrido en una discrepancia razonable. 

Si uno quiere cerrar el litigio cuanto antes, debe declararse culpable, pagar intereses de demora y asumir la fuerte sanción correspondiente. No cabe lo de “cancelo para evitar problemas”. No: primero, la confesión. Mee culpa. Después, el cobro.
Sigamos. La propiedad privada es otro de los pilares constitucionales, recogida en el artículo 33, junto al derecho a la herencia. Y aquí también asoma la sonrisa amarga. 

La herencia, eterno objeto de deseo de nuestros políticos. 

La Constitución defiende la propiedad privada, pero la práctica la limita: topes a los alquileres, permisos urbanísticos eternos, prohibiciones de uso, restricciones para vender suelo, vetos a vehículos, restricciones al efectivo…

Lo que se reconoce como propiedad se convierte, de hecho, en una especie de usufructo condicionado al interés público. Y los okupas, por cierto, no aparecen en el artículo pero sí en la vida real.

El mismo artículo incluye la cláusula que lo complica todo: “Nadie podrá ser privado de sus bienes sino por causa justificada de utilidad pública o interés social.” El bien común, ese concepto en cuyo nombre se han cometido históricamente todas las tropelías.

Luego está la libertad de empresa, artículo 38. Una frase solemne, digna de cualquier constitución liberal. Pero el día a día pinta otra escena: el Estado interviene en sectores estratégicos a través de la SEPI; amenaza con condicionar consejos de administración; crea impuestos ad hoc contra sectores concretos; y desde la tribuna parlamentaria se insulta a directivos de grandes empresas.

Recordemos aquel “si Botín o Sánchez Galán se enfadan es que algo estamos haciendo bien”, pronunciado apenas días después de imponer tributos a banca y eléctricas.

El autónomo, por su parte, es tratado como un evasor en potencia. Existe el SII, el Suministro Inmediato de Información para Hacienda, y se ha aplazado —de momento— el modelo Verifactu, que obligaba a reportar cada operación al fisco con disciplina cuartelaria. Aun así seguimos recitando que “hay libertad de empresa”.

Claro, es inevitable hablar del artículo 47, el de la vivienda, convertido estos años en arma política más que en principio de acción pública. La Constitución lo define como derecho, pero la interpretación dominante lo trastoca en un derecho positivo: si es derecho, alguien debe proporcionarlo. 

El resultado: intervencionismo, topes, enfrentamiento entre propietarios e inquilinos, y acusaciones de “buitres” a quien tiene un inmueble. El mercado, mientras tanto, responde como siempre: caída de oferta y subida de precios.

Todo ello dibuja una conclusión incómoda: la Constitución española es una mezcla peculiar entre liberalismo económico y dirigismo setentero. Un texto donde se intentó contentar a demasiados actores, generando artículos que se contradicen entre sí. 
Reconoce la propiedad, pero legitima la intervención. Habla de libertad, pero también de planificación. Exige una fiscalidad justa y no confiscatoria, pero también progresiva. Fija límites al poder fiscal, pero esos límites no se aplican. Promete estabilidad al empresario, pero el entorno es cada vez más hostil hacia quien crea empleo y capital.

En teoría, la Constitución debería proteger al ciudadano y al contribuyente frente al exceso de poder. Es técnica jurídica, pero ante todo, técnica de libertad, tal como nos explicaba el profesor Fernández Miranda en la Facultad. 

Un país no se mide por la belleza de sus textos constitucionales, sino por cuánto los respeta. En materia económica, España hace tiempo que vive más en el BOE del día siguiente que en el espíritu del 78. Eso tiene un nombre: inseguridad jurídica.

Realmente, el documento constitucional es un texto en el que metió mano demasiada gente e intenta quedar bien con todos. Dice blanco, pero también negro. 

Su defensa se realiza, en realidad, por el miedo a que reabrirla daría pie a intentos secesionistas y estatalistas. Dicho de otro modo: la Constitución es la garante de la unidad de España y todos tememos que replantearla sería abrir la puerta, precisamente, a los enemigos de nuestro país. 

Pero, desde luego, ese espíritu liberal que debe regir toda democracia que se precie, y que está en el espíritu de la Constitución, es ignorado casi por completo. Una pena.