
Durante estos últimos años, en España se ha consolidado una visión perversa del dinero: aquella que lo concibe como algo que debe guardarse, no multiplicarse. Un recurso que conviene custodiar, no poner a producir y en el caso de que así sea, hay que confiscarlo. Pero, casi mejor, ponerle trabas de antemano.
A pesar de los años de tipos de interés bajos o en negativo y de la creciente oferta de productos accesibles, más de un tercio del ahorro financiero de las familias españolas sigue atrapado en cuentas y depósitos al 0% o casi 0%. Por encima de 1,3 billones de euros (el PIB español) está metido en cuenta. Sin más. Es una anomalía estructural. No porque no haya alternativas, sino porque seguimos educando en miedo, no en responsabilidad. Ni libertad.
Peor aún: esa inercia se refuerza desde lo público, como si el sistema necesitara ciudadanos quietos, no capitalistas responsables. Mientras otros países impulsan activamente la inversión financiera entre su clase media, aquí el discurso dominante sigue penalizando al inversor, incluso cuando lo hace con horizonte y racionalidad. El resultado es un país lleno de ahorradores que, por aversión al riesgo, terminan siendo aliados involuntarios de la inflación y cómplices de su propio estancamiento patrimonial.
Esta mentalidad ha calado en generaciones enteras que creen que invertir es sinónimo de especular, que ahorrar es dejar el dinero inmóvil y que el futuro se garantiza a base de prudencia pasiva y gasto público.
Pero el dinero que no trabaja se deprecia. Aparentemente intacto, pero cada día más débil frente a la inflación, que encarece los costes reales de vida y erosiona el poder adquisitivo. Es el gran coste oculto del ahorro improductivo: una pérdida silenciosa que solo se percibe cuando ya es irreversible.
La mayoría de ciudadanos cree que tener 50.000 euros en el banco es una muestra de sensatez. Que mantener el capital “a salvo” es mejor que exponerlo a los vaivenes del mercado. Pero lo que no se dice es que esos 50.000 euros, al 0%, en diez años perderán entre un 20% y un 30% de su capacidad real de compra. Eso equivale a una TAE negativa de entre el –2,26% y el –3,69% anual, simplemente por efecto de la inflación. Y hablamos de una hipótesis prudente: una inflación media del 2% al 3%, nada más.
Es cierto que algunos bancos ofrecen depósitos al 2% o 3% en cuanto los tipos lo permiten, pero suelen ser limitados en cuantía, condicionados a vinculación y poco sostenibles a largo plazo. Son, más que una solución estructural, un gancho comercial.
Lo que parece estabilidad es, en realidad, decadencia. La rentabilidad sin riesgo no existe. Lo que sí existe, y se ignora sistemáticamente, es el riesgo de no hacer nada.
Es un poco la metáfora de España: sacrifico todo en aras de la seguridad, aunque esa seguridad signifique perder. Pero poco. Decía Winston Churchill que quien sacrifica libertad a cambio de seguridad, no tendrá en el medio plazo ninguna de las dos cosas.
Pero en España, el dinero que se mueve molesta. El dividendo molesta. El fondo de inversión molesta. La libertad de rentabilizar tu ahorro molesta. No sólo porque hay gente que no lo hace: quiere que no lo hagan otros.
Hemos construido una cultura defensiva que tolera la renta fija (esas colas en el Banco de España para comprar Letras del Tesoro), pero sospecha de cualquier intento de construir capital. Nos hemos acostumbrado a ver la acumulación como abuso, y el beneficio como injusticia. Lo que debería ser natural —invertir, diversificar, obtener rentabilidad, apostar por la creación del propio patrimonio— se convierte en sospechoso por defecto. La inversión productiva no se valora; se juzga. El capital, lejos de verse como herramienta de futuro, se percibe como privilegio ilegítimo.
Y, sin embargo, el capital no solo es bueno para el individuo: es bueno para el país. El dinero que se pone a trabajar financia empresas, impulsa innovación, crea empleo, estabiliza mercados y reduce la dependencia del Estado. Es ahorro transformado en riqueza real. Es lo que permite que existan sectores estratégicos, empresas cotizadas, infraestructuras sostenibles, tecnología punta. No hay progreso sin capital. Y no hay capital sin decisión individual de invertir. Ha sido una vergüenza ver la oleada de OPV´s canceladas en los meses pasados.
En paralelo, el sistema público de pensiones perpetúa una ficción colectiva: que con haber cotizado ya es suficiente. Pero cotizar no es ahorrar. No hay capitalización. No hay propiedad. No hay control. Las aportaciones propias financian a otros, no a uno mismo. El sistema se mantiene en pie mientras entren más de los que salen, pero eso ya no es sostenible, ni demográfica, ni financieramente. Aun así, hablar de complementar el sistema con ahorro privado sigue pareciendo una amenaza, en lugar de una solución. Es una herejía política.
Mientras tanto, los pocos instrumentos que permiten construir autonomía financiera —fondos, acciones, sicav, planes de pensiones, dividendos o últimamente, las socimi— siguen percibiéndose con desconfianza y se les ataca.
El miedo al riesgo es un impuesto invisible que algunos estarían dispuestos a pagar. Pero ese miedo sostenido es lo que convierte a personas con capacidad de ahorro en prisioneros de su propio salario. Se tolera la pérdida a cambio de estabilidad psicológica, como si mirar un número fijo en una cuenta bancaria fuera más importante que lo que ese número puede hacer dentro de diez años. No se trata de adivinar el mercado, sino de entender el tiempo.
Invertir no es solo una técnica financiera. Es una actitud vital. Significa confiar en el futuro, asumir responsabilidad, construir algo que crece incluso cuando no estás trabajando por él. Es la alternativa al miedo, al cortoplacismo, al modelo de dependencia perpetua. Un país con más inversores es un país con más libertad, más innovación y más riqueza real. No porque todos ganen siempre, sino porque los recursos se asignan de forma más inteligente, más productiva y menos clientelar.
El dinero que trabaja no solo mejora tu vida: oxigena tu entorno. Lo contrario es resignarse a perder, poco a poco, sin hacer ruido. Porque sí: el dinero que no trabaja, se pudre. Para ti… y para tu país. Estaría bien que se hiciera populismo en este sentido. Populismo del bueno.

