A principios de noviembre, Yorgos Papandreu hacía fracasar la tentativa de acuerdo de rescate multilateral en la última reunión del año del G20 al anunciar su proyecto de referéndum. Repentinamente, la hasta entonces descartada idea de que un país pudiera decidir abandonar la moneda única se convertía, por la fuerza de los acontecimientos, en una hipótesis de trabajo. En Cannes se rompía otro tabú: el de la injerencia directa en la política interna de otros países europeos.

Poco después, Italia elegía un gobierno de tecnócratas avalado por Berlín. La espectacular aceleración de la crisis europea desde el verano obliga a los dirigentes europeos y, quizás pronto también al Banco Central Europeo, a que empiecen a pensar lo impensable. Quizás sea una buena noticia.

La experiencia de la interdependencia en Europa.

Al anunciar el 28 de noviembre que la crisis financiera amenazaba la calificación de todos los países de la eurozona, la agencia de calificación Moody’s recordaba que las penurias europeas eran fruto de problemas sistémicos que no se podían solucionar con remedios nacionales. A día dehoy, toda Europa se enfrenta a riesgos financieros excepcionalmente graves que exigen tratamientos de la misma magnitud.

Todo el mundo se da cuenta de que el aumento de los costes de refinanciación de la deuda pública de España e Italia refleja una esperanza cada día más débil de que estos países puedan reducir su endeudamiento en un contexto de recesión. Y Francia podría encontrarse en el mismo camino, ya que la prima de riesgo que debe pagar para refinanciar su deuda pública se situaba a mediados de noviembre en el nivel que mostraba Italia hace seis meses. E incluso la propia Alemania ha sufrido ya la experiencia de la interdependencia: los pedidos que ha recibido su industria manufacturera se han reducido un 4,3% en el mes de septiembre, descenso que se cifra en el 12% en el caso de la zona del euro.

Por su parte, los inversores, saciados de deuda pública alemana anticrisis, empiezan a reclamar una remuneración un poco más alta para seguir comprando. Por consiguiente, excepto si debemos considerar un desmembramiento de la zona del euro, se hace inevitable considerar algunas medidas —hasta ahora tabúes— para cercenar este destructivo contagio. Se debe, en concreto, exigir al Banco Central Europeo que actúe de forma decisiva (tipos a cero, papel de prestamista de último recurso, fi nanciación directa o indirecta del FEEF... las posibilidades son variadas) para garantizar, como corresponde a todo banco central, la estabilidad del sistema fi nanciero. Sobre todo porque la antigua desconfi anza en relación con los indisciplinados gobiernos de Atenas o Roma ya no es admisible. El proyecto de una forma de financiación conjunta y solidaria mediante bonos dentro de la zona ya no puede descartarse en las discusiones. También deben reconocerse los efectos suicidas de unas políticas de austeridad excesivas. Finalmente, se debería abordar un proyecto concreto tendente a conseguir un grado mayor de integración presupuestaria.

La llamada a la acción, especialmente al BCE, se está convirtiendo en ensordecedora y no se podrá obviar durante mucho más tiempo.

Estimamos que el alejamiento de la crisis sistémica justificará haber bajado un poco la guardia en este fin de año en los mercados de renta variable.

« Algo no está hecho hasta que no se ha entregado » (Steve Jobs)

En cualquier caso, no podemos perder de vista que la perspectiva de una recesión grave en Europa en 2012 sigue presente, ya que si bien la intervención concertada de varios bancos centrales anunciada el 30 de noviembre aligerará las dificultades agudas de financiación en dólares de determinados bancos europeos, la cura de adelgazamiento impuesta al sector, como nos temíamos en nuestra carta mensual de septiembre, ya ha comenzado. A ella se unen los planes de austeridad, lo que lastrará considerablemente la actividad económica de
la zona. Recordemos que la economía europea no puede prescindir del apoyo de los bancos: el crédito bancario representa, a día de hoy, el 170% del producto interior bruto europeo y esa cifra supone un grado de bancarización dos veces superior al de Estados Unidos.

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