
Los últimos datos publicados han sido un alivio. Tanto el índice general como la inflación subyacente han salido por debajo de lo esperado. En otras palabras, la inflación no está en los niveles idóneos, pero sí suficientes para dejar ese margen de maniobra a la Fed.
El dato no significa que la Reserva Federal ya tenga carta blanca para bajar los tipos de interés, pero sí que el semáforo, que hasta hace poco estaba en ámbar, ha cambiado a un tono que casi es verde.
El IPC de EE. UU. subió en septiembre un 0,3% mensual frente al 0,4% esperado, mientras que la inflación subyacente lo hizo en un 0,2% en vez del previsto 0,3% (también por debajo del consenso). En términos interanuales, la tasa general se sitúa en el 3,0% y la subyacente en el mismo nivel del 3%. Lejos todavía del objetivo del 2%, sí, pero la trayectoria empieza a dibujar una senda razonable. Esto no quiere decir que los precios caigan, sino que suben a menor ritmo.
Si estás subiendo un puerto de montaña, no es que se haya terminado la subida, pero la parte con mayor pendiente parece que ha quedado atrás.

Fuente: Carlos Arenas Laorga
Esta reducción del ritmo viene del menor impacto de los aranceles. Se pensaba que iba a ser mayor, y no lo está siendo. Es decir, los temidos efectos inflacionistas de la política comercial parecen haberse quedado en titulares… por ahora. Y ya apuntábamos a que esto era una posibilidad más que cierta…
Lo interesante del dato no es solo su lectura técnica, sino cómo ha reaccionado el mercado. La probabilidad que descuentan los futuros de los Fed Funds para ver dos bajadas de tipos antes de que acabe el año ha pasado del 91% al 96% tras conocerse el dato. No es una revolución, pero sí una confirmación: el mercado confía cada vez más en que la Fed dará un giro más dovish en su política monetaria.
¿Y por qué importa esto? Porque cuando los tipos caen, las valoraciones de los activos —como la renta variable o la renta fija de largo plazo— se ven impulsadas. Es el equivalente monetario a quitarle peso a un globo aerostático: sube con más facilidad. De hecho, el rendimiento del Treasury a 10 años cayó con fuerza tras el dato, reflejando un alivio en las expectativas de tipos y una menor presión inflacionaria futura.
La inflación es, además de un fenómeno principalmente monetario, un fenómeno de expectativas. Si los agentes económicos —empresas, hogares, inversores— creen que los precios van a seguir subiendo, ajustan su comportamiento en esa dirección: suben salarios, ajustan márgenes, adelantan compras o postergan inversiones. Por eso, un dato ligeramente mejor puede tener un efecto exageradamente bueno.
Pero no conviene olvidar que estamos aún lejos del objetivo del 2%. La core inflation sigue siendo tozuda, especialmente en sectores como los servicios o el alquiler, donde los ajustes van con retraso. Y aún no se ha visto el impacto completo de los aranceles si estos se mantienen o se amplían. Por tanto, aunque el dato ha traído optimismo, conviene mantener un cierto escepticismo. Esto no es un punto final.
El dato de inflación es una buena noticia en un año donde las sorpresas positivas no abundan. No porque ya estemos en la meta, sino porque seguimos en la dirección correcta. Esto puede cogerse con alfileres, pero basta revisar el gráfico de nuevo. La Reserva Federal, que ha sido hasta ahora muy prudente, podría encontrar en este dato una excusa razonable para preparar el terreno a esa segunda bajada de tipos adicional antes de que acabe el año. El mercado, por su parte, ya lo está descontando casi con certeza.
Tener carteras diversificadas, con exposición a renta fija de calidad y duración media, puede ser una estrategia prudente. Y para los más tácticos, los sectores sensibles a tipos (como growth, tecnología o consumo discrecional) podrían seguir siendo los beneficiados si este tono más suave de inflación se mantiene.

