El paisaje financiero europeo ha cambiado mucho en los últimos años. Se aprecia, sobre todo, en el sistema bancario: las nuevas normas de recuperación y resolución bancaria, por ejemplo, van a suponer que en vez de un rescate público, sean los acreedores los que entren en la entidad en caso de hallarse en dificultadas financieras
. Esto tiene una amplísima repercusión en el perfil de riesgo de crédito de la deuda bancaria, algo que debería estar reflejado en el rating. Sin embargo, las agencias anglosajonas son lentas y reticentes a incorporar las implicaciones de la nueva normativa europea, considerando otros criterios globales existentes. Una agencia alternativa debería definir su metodología de análisis partiendo de la nueva realidad.

Y en respuesta a la crisis financiera, las metodologías de muchas agencias pasaron a ser muy pormenorizadas y rígidas con el propósito de hacer más inteligibles los ratings. Este objetivo, que en principio es acertado, ha resultado ser problemático, ya que no deja margen a los analistas para formular sus propias recomendaciones. Como consecuencia, el proceso se ha convertido en algo mecanizado que pasa revista a una serie de requisitos metodológicos. Queda poco margen para reconocer las particularidades de cada entidad, ya que se ven encorsetadas en una evaluación rígida que puede resultar ser inadecuada.

Otra de las consecuencias es un proceso de calificación industrializado y sometido a ‘la lógica de la producción en serie’. A menudo se recurre a servicios externos en países con mano de obra más barata, con lo que se gana en eficiencia, pero va en detrimento de un análisis más profundo. En lugar de un análisis individual, obtienen ratings estandarizados. Es cierto que una agencia de calificación alternativa debe comprometerse a la mayor transparencia e inteligibilidad. Sin embargo, los analistas deberían poder formar una opinión particular de cada emisor en vez de ‘esconder’ su juicio tras una metodología rígida. La opinión fundamentada del analista constituye el epicentro de los ratings.

Un ejemplo de este enfoque mecánico es el llamado techo soberano, el tope que se le pone a la calificación de un banco o una empresa en base a la calificación del estado donde tiene su sede. Es cierto que hay fuertes vínculos entre un estado, los bancos y las empresas que residen en el mismo, pero hay numerosas empresas y bancos que generan una fracción de ingresos en su país de origen y operan en otras partes del mundo. No hay razón para que un banco o una empresa con un modelo de negocio diversificado se vea atado a la calificación de su país si no existe riesgo de convertibilidad o peligra el marco institucional. Por otra parte, el nivel de deuda soberana que mantienen los bancos varía enormemente y, con ello, el riesgo de que se vean afectados por un incumplimiento de pago del estado. Por tanto, un análisis sólido ha de considerar siempre los riesgos específicos de la cartera de deuda pública. Un ‘techo soberano’ no hace justicia a la realidad de los bancos, ni es apropiado para las calificaciones de covered bonds, instrumentos de titulización o deuda corporativa en las principales economías europeas.

Los datos que se eligen como referencia tienen gran repercusión. Por ejemplo, el comportamiento de crédito de las titulizaciones europeas ha sido mejor que el de las estadounidenses, por tanto, utilizar referencias estadounidenses para evaluar operaciones europeas es algo incomprensible.

Otra crítica importante a las calificaciones es el ángulo retrospectivo desde el que se abordan debido al peso que se da a los indicadores basados en el pasado. Una forma de orientar las calificaciones hacia el futuro es utilizar la metodología de análisis de renta variable, que se centra en previsiones financieras basadas en hipótesis sobre ejercicios futuros. El ajuste de las calificaciones ocurre a menudo después de que la información sea pública, por lo que tal ajuste carece de valor informativo. Para ser una alternativa una agencia ha de proponerse reaccionar con mayor rapidez.