Una nueva estrategia regirá los movimientos de tipos de interés del euro. En la que se autoimpone mayor transparencia, una adecuación más eficiente de sus instrumentos monetarios a la estabilidad de los mercados financieros y la incorporación de parámetros de sostenibilidad en sus decisiones sobre el precio del dinero. Los inversores toman posiciones ante el viraje de los bancos centrales.

“Hay una tragedia en el horizonte que pone en serio peligro las perspectivas de empresarios, políticos y tecnócratas”, por lo que “las autoridades de los organismos de supervisión financiera, debemos iniciar una interlocución con los expertos e instituciones medioambientales para hallar soluciones inmediatas”. Con estas palabras, el gobernador del Banco de Inglaterra (BoE), Mark Carney, describía en una reciente conferencia ante la comunidad bancaria británica a finales del pasado año, la imperiosa necesidad de acometer cambios transcendentales. Y lo hizo de forma explícita: “Cada causa necesita sus líderes”, por lo que los bancos centrales “tenemos que hacer esfuerzos por entender el meollo del problema y eludir cualquier discusión superficial que no contribuya a dar sostenibilidad a las acciones” contra la emergencia climática, enfatizó.

Los bancos centrales piensan en verde: suman el cambio climático a sus renovadas políticas monetarias

El desafío está en el mercado. Análisis como el de Boston Consulting Group (BCG) resultan más que elocuentes. Desde esta firma consultora se insta a las empresas y entidades financieras de todo el mundo a “evaluar proyectos verdes y dotarles de inyecciones inversoras perseverantes”, capaces de persuadir a sus accionistas de que sus desembolsos se dirigen a iniciativas específicas y punteras en tecnología, modernización industrial, y que éstas disponen de un “alto potencial” de creación de beneficios. “Deben pensar creativa y estratégicamente” y trasladar la idea de la necesidad de consolidar “un gran mercado verde global”. Para lo cual -admiten sus expertos- se precisa de una atmósfera de bajos tipos de interés, como el que han instaurado los principales bancos centrales desde que, la primavera pasada, la Reserva Federal inició la senda de un nuevo y paulatino abaratamiento del dinero. De hecho, varios bancos centrales, como el británico o el Bundesbank, admiten la amenaza que el cambio climático está provocando sobre el dinamismo económico y la estabilidad financiera, e impulsan iniciativas crediticias en favor del clima.

Las pérdidas por fenómenos climatológicos y otras catástrofes atmosféricas, como los incendios o los terremotos, superaron en 2018 los 160.000 millones de dólares. En BCG hacen hincapié en las labores de convencimiento que los ejecutivos y directivos de empresas deben realizar en los mercados emergentes donde tengan intereses mercantiles, porque “lograr que estos países se apunten a los ambiciosos objetivos de neutralidad energética también serán cruciales”. El FMI y la OCDE se han prestado a ejercer de transmisores de proyectos verdes entre las naciones que no ostentan el estatus de economías de rentas altas. Dentro de una acción concertada mundial que instaure medidas de neutralidad energética. Porque el precio de no actuar, explican en BCG, es demasiado alto. El PIB per cápita mundial retrocedería un 30%. Frente al repunte de un punto porcentual cada año, hasta 2015. Antes de precisar que los costes de avanzar hacia este nuevo paradigma, que proclaman los agoreros -o negacionistas- del cambio climático, “está altamente sobrevalorado”. Desde McKinsey apuntan al jugoso pastel de implantar estrategias respetuosas o preservadoras del medio ambiente: 26 billones de dólares de nuevos negocios hasta 2030.

Bajo estas premisas, el BCE ha tomado la iniciativa entre los grandes bancos centrales. O, dicho de otra forma. Entre las autoridades emisoras del espectro industrializado. Con el impulso de su recién cincelado cuadro de mando. El plan Lagarde deja atrás la misión que la perseguido el BCE en sus dieciséis años de historia. Se revelará con mayor precisión en las próximas semanas. Pero sus líneas maestras dejan traslucir un papel más predominante de la institución. La propia jefa de la autoridad monetaria europea ha desvelado que los efectos del cambio climático ocuparán un lugar destacado en el diagnóstico de la inflación y de la estabilidad financiera, al que se unirá una política de comunicación más transparente y precisa sobre las deliberaciones y decisiones del Consejo de Gobierno del BCE. Sus 25 miembros de su comité ejecutivo acordarán la fórmula definitiva con la que iniciará su nueva andadura.

El viraje de rumbo de los bancos centrales

El BoE también anda en estos bretes. En el cambio de paradigma de su estrategia monetaria. En una dirección claramente dirigida a absorber mayores dosis de flexibilidad. La Reserva Federal se ha sumado a esta dinámica y revelará su nueva política a mediados de este año. El BCE ya ha emprendido este 'road map' tras reconocer que su objetivo de inflación -del 2%, incluido en sus estatutos fundacionales por exigencia de Alemania, a la que el consenso del mercado siempre la han achacado una obsesión histórica por evitar episodios de hiperinflación como el que reinó en la ahora mayor economía del euro en el periodo de entreguerras-, el más riguroso y admitido de todos los bancos centrales del planeta, no se ha conseguido en varios de sus años de vida. A pesar de los avances en la homogeneización económica de sus socios, del salto en innovación y de los billones de euros con los que ha nutrido al sistema financiero. De ahí que Lagarde se haya decantado por esbozar los cambios en su reciente testimonio ante el Parlamento Europeo, que ha generado un debate abierto entre miembros del politburó del banco.    

En síntesis, el plan Lagarde abordará seis modificaciones notables. En primer lugar, el objetivo de inflación. El mandato estatutario, decidido en 2003, dice que la evolución de los precios “se deben contener por debajo, pero próximos al 2% a medio plazo”. Una definición demasiado vaga en tiempos de tipos de interés bajos. Aunque el debate está abierto. Gobernadores como el del Banco de Austria, Robert Holzmann, cree que, si la inflación bordea el 1,5%, los tipos de interés deberían ya elevarse, mientras que su homólogo holandés, Klaas Knot, sugiere utilizar una banda de fluctuación en torno a la meta actual, y con la vista puesta en el medio plazo. Es decir, sin que se produzcan movimientos inmediatos en el precio del dinero.

 

 

En cualquier caso, la suerte está echada. Porque voces como la del ex secretario del Tesoro americano, Larry Summers, se hacen eco de la “excesiva preocupación por el control inflacionista” que, a su juicio, “es un grave error”, porque “las subidas de precios no son, ni de lejos, el riesgo prioritario” de las grandes economías. Los asuntos más acuciantes -dice- son cómo mantener el dinamismo y alcanzar el pleno empleo. “La contracción económica sucederá y cuando ocurra, se iniciará otra nueva carrera por recortar los tipos de interés, pero por estas decisiones monetarias -el riguroso objetivo de inflación- no se conseguirá margen de maniobra para encender la mecha de un nuevo ciclo de negocios”. Summers lo justifica de la siguiente manera. En los últimos 600 años, el repunte medio de la inflación mundial apenas ha sido del 1%, mientras que el precio del dinero se ha situado rozando el 5%. E, incluso, se llega a preguntar: ¿Quién eligió el rango del 2% como cota máxima para declarar una economía en estado inflacionista? La Fed, a diferencia del BCE, por ejemplo, tiene un objetivo sobre el IPC indeterminado -en torno al 3%- y en las discusiones de su trascendental Comité de Mercados Abiertos también valoran aspectos determinantes para determinar subidas o bajadas de tipo como el dinamismo económico o la creación de empleo en EEUU. Desde fuera del BCE, entre los analistas económicos, se incide en el corsé que supone la meta inflacionista del 2% en Europa.

El segundo dilema que se replantea el BCE es la medición de la inflación. Estudiar si la evolución de los precios que aporta Eurostat, la oficina estadística europea, es la apropiada. En medio de dudas entre la comunidad de economistas sobre si subestima su crecimiento real; en concreto, a la hora de determinar el coste de la vivienda. Cualquier transformación en este punto resulta crucial. Debe manejarse con cautela y alejada de todo movimiento abrupto. Pero, a la vez, es un asunto crucial para que al comité ejecutivo de la institución lleguen datos fidedignos.   

Una revisión del mandato. El tercer punto de fricción. La estabilidad de los precios está incluida en los propios tratados de la Unión, lo que implica la aprobación -o reprobación- de los socios en el Consejo Europeo. Aunque es algo factible. Al fin y al cabo, la Reserva Federal incorporó los tres objetivos -IPC bajo control, acercamiento al pleno empleo y vigor económico- ya en 1977. Y Lagarde ha apuntado su deseo de que, en un presumible segundo mandato en la institución, los estatutos del BCE se apoyen en “políticas económicas generales”. Lo que, a los ojos de François Villeroy de Galhau, gobernador del Banco de Francia, significa más vinculación del instrumental monetario del banco a la estabilidad financiera.   

Cambio climático. La presidenta del BCE considera que es el momento idóneo para que se refleje el apoyo de la institución hacia la sostenibilidad. El jerarca del Bundesbank, Jens Weidmann, al que el mercado califica de halcón del rigor monetario germano, es de los que alertan contra los peligros de que los programas de estímulo -Quantitative Easing (QE), que han dominado la era de Mario Draghi en sus ocho años al frente de la autoridad monetaria europea y que, en opinión casi unánime del mercado, salvó la propia existencia del euro tras la crisis de 2008- restrinjan las emisiones de deuda corporativa de las empresas contaminantes, lo que crearía -dice- conflictos en la estabilidad de los precios. Weidmann ha sido el artífice de la nominación de Isabel Schnabel y de Fabio Panetta como nuevos miembros del órgano de gobierno del BCE. Ambos partidarios de descartar esta vía verde de la mesa de discusión. Sin embargo, el viraje del Gobierno alemán y, por ende, del Ejecutivo comunitario, en favor de multimillonarios fondos de inversión hacia la conversión productiva de consumidores y empresas dirigidos a la transición energética y, sobre todo, la creciente concienciación no sólo social sino también del mercado hacia la sostenibilidad pueden cambiar su opinión.

Entre otras razones, porque el reconocimiento de que la catástrofe climática debe incorporarse al tablero de ajedrez de los bancos centrales va en aumento. Y hay sugerencias del mercado de que su riesgo afecta a las previsiones económicas y presiones para que las agencias de rating lo incluyan entre sus valoraciones de impacto sobre la deuda, además de promover carteras de inversión corporativas en proyectos verdes. No por casualidad, la losa del endeudamiento resulta cada vez más pesada. La acumulación combinada de los niveles de deuda soberana -estatal-, privada -de firmas financieras y empresariales- y de los hogares ha alcanzado la cifra récord de 250 billones de dólares, casi tres veces el valor del PIB mundial. Y las opciones de revitalizar el dinamismo económico bajo estos corsés monetarios pasan por acudir al mercado a seguir endeudándose con el dinero barato actual. Esta ratio de endeudamiento es histórica, hasta el punto de equivaler a 32.500 dólares por cada habitante del planeta.

 

 

El reto de la comunicación es el quinto baremo. El protocolo de actuación con el que transmitir a la opinión pública -empresas, bancos, mercados y ciudadanía- la toma de decisiones del BCE, con la publicación del resultado de votos de su comité ejecutivo. Una especie de procedimiento estándar que se aleje de los actuales acuerdos por consenso y que evita que se identifique a los miembros del órgano de gobierno del banco partidarios o detractores de las medidas. Frente a este planteamiento, los críticos argumentan que actuaría contra la independencia de criterio de cada representante de la sala de máquinas del BCE y añadiría presiones políticas para decantar a uno u otro lado los temas de debate.

El último componente de la nueva política monetaria tiene que ver con el diagnóstico preciso de los instrumentos en poder el BCE. Draghi, al tomar posesión de su cargo, en junio de 2011, asumió un panorama impredecible, con compras de activos masivas en el exterior, unos tipos de interés negativos y créditos bancarios a largo plazo, muchos de ellos calificados de tóxicos. El horizonte en el que tendrá que lidiar la llamada Revisión de la Estabilidad Financiera del BCE de Lagarde no es mucho menos sombrío. En este sentido, el BCE quiere revestir los límites creados en torno a sus programas de adquisición de deuda soberana y corporativa, que pusieron desde junio de 2015 en circulación entre 2,6 y 3 billones de euros para aliviar el endeudamiento público y privado y acabar con la deflación y el estancamiento que asolaba la zona del euro, hasta que se presenció su, teóricamente, carpetazo final, en enero de 2019. Lagarde busca más flexibilidad y cree, también en este supuesto, que es el momento de hacerlo.

La piedra filosofal de la estrategia bajo revisión

Los nuevos baremos de inflación y los efectos del cambio climático son, en consecuencia, los dos parámetros sobre los que, hipotéticamente, girarán los debates futuros en el seno del BCE que ha ya advertido, a través de su presidenta, que podría alterar su estrategia sobre los 200.000 millones de euros de bonos corporativos que tiene bajo su gestión para tener en cuenta efectos relacionados con la sostenibilidad. Del mismo modo, Lagarde, que mantiene el precio del dinero en territorio negativo desde que heredó el cargo de Draghi, ha asegurado que vigilará el objetivo de inflación desde otros puntos de vista. Ambos factores -precios y clima- “serán examinados bajo otras consideraciones, como la estabilidad financiera, el desempleo y la sostenibilidad que también son relevantes en el mandato del BCE”, precisó la ex directora gerente del FMI.

Entre los economistas surgen las incógnitas sobre si esta ambiciosa revisión podría desembocar sólo en cambios modestos. La división en el seno del comité ejecutivo entre partidarios y detractores es manifiesta. A pesar de que Lagarde ya ha alertado de que podrían no recibir la unanimidad. La propuesta “no significa que estén unidos en torno a la presidenta, ni en cómo resolver estos cambios”, explica Katharina Utermöhl, economista de Allianz para Europa que, en favor de la causa de Lagarde, menciona las dudas que subyacen en el BCE sobre la pérdida de efectividad de sus mecanismos y herramientas monetarias, con la inflación totalmente a raya y a pesar de conservar los tipos próximos a cero. Y Jörg Krämer, economista jefe de Commerzbank, predice que los halcones, favorables a un precio del dinero más alto, jugarán la baza, en última instancia, de elevar el objetivo del 2% y eludir, así, cualquier otro escenario más flexible y que le conceda al banco mayor margen de maniobra para mover tipos.

La táctica de Lagarde encierra, en cualquier caso, un componente político. Aseguran quienes la conocen que fue la característica esencial de su gestión es el pragmatismo. Lo hizo en sus años como jefa del FMI, donde era muy habitual que cerrara a cal y canto la sala de reuniones con sus directivos hasta que la institución diera carta de naturaleza a sus deliberaciones. Al margen de que fueran argumentarios analíticos, ayudas a países como prestamista de última instancia y sus pertinentes contrapartidas reformistas, mecanismos de acceso a la financiación internacional de este organismo o la posición en temas sensibles como las guerras comerciales o la doble rebaja fiscal de la Administración Trump, que ocasionaron frecuentes y serios enfrentamientos internos. Y externos, en varias citas del G-7, el G-20 o el G-10, entre mandatarios nacionales, entidades multilaterales e instituciones monetarias.

Tampoco se debe obviar el antecedente que marcó su antecesor. Draghi, el artífice de la propia supervivencia del euro para la mayor parte del consenso del mercado, sacó a relucir su vertiente política en una conferencia financiera, en Londres, a comienzos de 2012, con apenas medio año en el puesto, que ha sido considerada como la piedra angular con la que salvó a la divisa común europea y a su economía de la recesión: “Es importante comprender qué puede suceder con posterioridad a cualquier toma de decisión trascendental”, aseguró entonces tras destacar que  nadie aventuró la dureza de la crisis ni la gravedad de sus consecuencias. Entonces, “¿por qué no vamos a tomarnos el tiempo que sea preciso para actuar como debemos?”, espetó ante una concurrencia que le acuciaba por su falta de reacción. Al fin y al cabo, “según nuestro mandato fundacional, el BCE debe hacer todo lo que sea necesario para preservar el euro y créanme, así lo haremos, y será suficiente”. Detrás de estas palabras queda un largo decenio de alta tensión con las autoridades gubernamentales europeas; esencialmente, por la instauración de medidas de rigor presupuestario y austeridad fiscal que, a juicio de Draghi, no contribuyeron a espolear la actividad ni a solventar la crisis de la deuda en la zona del euro.

Lagarde pretende consolidar, como Draghi en su momento, su marchamo político. Su sello de identidad personal. No en vano, su perfil tiene un marcado pasado con tareas gubernamentales. No es sólo la primera mujer que se hace cargo del BCE. Ha sido ministra delegada de Comercio Exterior en el gabinete de cohabitación pacífica durante la jefatura de Estado de Jacques Chirac, y de Economía y Finanzas con Nicolás Sarkozy. Y una personalidad alejada del currículum financiero de sus tres predecesores, el holandés Wim Duisenberg y el francés Jean Claude Trichet, que procedían de las jefaturas de sus respectivos bancos centrales nacionales e, incluso, de Draghi, que tras ser vicepresidente ejecutivo de Goldman Sachs en Europa ocupó el cargo de gobernador del Banco de Italia desde 2006.

La trayectoria de la jefa actual del BCE es jurídica. Antes de su desembarco en la arena política hizo carrera como letrada en el despacho Baker & McKenzie, donde adquirió la condición de socia. Sin embargo, y tras su paso por el FMI, sus palabras sobre el giro estratégico del BCE dejan pocas suspicacias sobre sus intenciones: “el Banco Central Europeo no puede operar como lo hacía en 2003” ni improvisar para sacar a los socios monetarios del credit-crunch en el que se vieron inmersos tras la defunción de Lehman Brothers, ni pasar de puntillas -aclara- por el billón de euros de activos de fondos de pensiones que obran en poder del BCE y que se han dirigido a proyectos verdes. La nueva política del BCE -explica Lagarde- “observará lo que los bancos van a hacer y en qué dimensión” con sus 200.000 millones de euros de bonos corporativos que el BCE les ha adquirido dentro de su programa QE para revitalizar la economía de la zona del euro. Y “nos aseguraremos que este desafío coincide con nuestro mandato” estatutario, enfatizó.