En 1996, el Gobierno del PP decidió cumplir sí o sí con los criterios de Convergencia para entrar en el euro a tiempo. Para ello puso en marcha un proceso de ajuste del gasto público dirigido por el injustamente olvidado profesor Barea, que redujo el despilfarro como quien poda un bonsái: con precisión quirúrgica, sin aspavientos y sin ruido. Nadie se enteró. Pero es que Barea era un sabio que, poco menos, había montado el Estado moderno en España.

(Si me permiten una batallita: una vez que le invitamos a comer en un periódico en el que trabajé, nos contó que tuvo que explicarle a Franco la elaboración del primer modelo de contabilidad nacional. En apenas media hora, en El Pardo, le contó al jefe del Estado que se empleaba el sistema estadounidense para medir el PIB. Franco estuvo la media hora hierático delante del joven economista, al que le caía la gota gorda. Al acabar, se levantó y solo le dijo: “Muy bien, Barea, pero no se fíe demasiado de esos americanos”. Eso fue todo.)

Pero, por encima de todo, se tomó una decisión clave: privatizar un enorme tejido de empresas públicas. Telefónica, Repsol, Endesa, Tabacalera, Iberia… Aquello provocó escándalo, manifestaciones, huelgas y una oposición feroz. Era, según muchos, vender el país y abocarlo al paro.

El resultado fue exactamente el contrario.

Las OPV fueron un éxito rotundo, con revalorizaciones muy elevadas y una participación masiva del inversor minorista. Es decir, se transfirió riqueza financiera a la sociedad. Al mismo tiempo, el Estado ingresó recursos equivalentes a unos diez puntos de deuda sobre PIB, lo que permitió cumplir el primero de los criterios de deuda exigidos para entrar en el euro.

Las compañías, ya liberadas del corsé político, iniciaron procesos de crecimiento e internacionalización impensables hasta entonces. ¿Y el empleo? ¿Echaron a todo el mundo, como se decía?

Justo al revés. Los 'corporativos' se inflaron. Se contrataron miles de personas —muchísimos recién licenciados— de forma directa e indirecta: consultoras, despachos legales, marketing, auditoría, servicios auxiliares... Se generó un ecosistema empresarial moderno.

España, por supuesto, entró en el Euro.

Aquella decisión liberalizadora fue clave. La gente lo notó en su economía cotidiana. No entendía los detalles técnicos, ni la contabilidad nacional, ni los criterios de Maastricht. Pero notaba que vivía mejor. Y eso se tradujo en una mayoría absoluta en el año 2000. ¿Cuánta gente tenía la foto completa del proceso? Muy poca. Votó con el bolsillo satisfecho. Esto es importante recordarlo hoy, porque lo ha olvidado una gran parte de la sociedad, empezando por los inquilinos de Génova 13.

Esta semana hemos tenido a Juan Carlos Ureta explicando algunas decisiones que se están tomando en Estados Unidos y que serán decisivas durante las próximas décadas, aunque hoy pasen prácticamente desapercibidas para el gran público. Impulso al dinero digital privado, pero con respaldo de deuda americana, incentivos al capital, estrategia de autonomía energética, apuesta por la atracción de inversión y por reforzar sus mercados financieros.

Mientras tanto, aquí seguimos atrapados en el ruido: en el titular corto, en el impuesto improvisado, en la ocurrencia regulatoria, en el castigo al sector que “toca” esa semana. Sin visión de largo plazo. Sin entender que las decisiones que de verdad cambian la vida de un país no son populares cuando se anuncian, sino cuando se digieren.

España ya demostró una vez que, cuando toma decisiones liberalizadoras, serias y coherentes, el resultado es crecimiento, empleo y prosperidad compartida. Capitalismo popular, algo que este país reclama a gritos. No fue magia. Fue economía.

La pregunta es si estamos dispuestos a repetirlo. Todo esto va, por supuesto, por implementar medidas de alivio fiscal y pro crecimiento. A favor de la empresa y el mercado. Eso nos cambiaría la vida. A mejor.