Pero la salida de los tipos de interés próximos a cero, una de las herramientas que configuraron la caja de instrumentos de las autoridades monetarias para engendrar el ciclo de negocios post-Covid y estimular el crédito durante la larga travesía de la Gran Pandemia ha gripado las economías. Las agresivas maniobras de la Reserva Federal desde el inicio de 2022 han creado tendencia y casi un centenar de bancos centrales han subido tipos desde entonces. Inclinando la coyuntura hacia una recesión en ciernes sin que la inflación anticipe señales de haber tocado techo. Ni de que lo haga en los próximos meses. En medio de este deterioro del clima coyuntural irrumpe, además, un mercado energéticamente convulso; en especial en el Viejo Continente.

La inflación ha vuelto a agitar las estrategias monetarias de los bancos centrales. La escalada de los precios energéticos que irrumpieron en la coyuntura económica global hace ahora un año, en el tránsito entre el periodo estival y otoñal de 2021, cuando el manejo de la espita del gas se empezaba a visibilizar y el Kremlin admitía ya sin tapujos que Europa iba a sufrir los daños de un paulatino apagón energético por lo que Vladimir Putin califica de afán expansionista de la UE en su visión del espacio panruso, con no pocos resquicios de la época soviética.

Un año después y tras un largo energy crunch y la invasión de Ucrania -símbolo de esa ampliación de intereses del Occidente europeo hacia la órbita de influencia de Rusia de la que se ha quejado Putin durante su cuarto de siglo en el poder, por su aspiración a integrarse en la UE y en la OTAN- en un ínterin de suma complejidad sobre el desenlace del conflicto bélico, la fulgurante recuperación del PIB global que siguió a la crisis sanitaria del Covid-19 y al parón de la actividad en todo el mundo ha tocado a su fin. 

El ciclo de negocio post-Covid, alimentado por 14 billones de dólares de estímulos económicos y otros 9 billones de políticas expansionistas desde el lado monetario, parece abocado a poner el último clavo en su ataúd. A certificar su corta existencia. Apenas un ejercicio de dinamismo si tenemos en cuenta que la mayor economía del planeta penetró en territorio negativo la pasada primavera, con las primeras subidas de los tipos de interés por parte de la Reserva Federal. Con el doble análisis, económico-financiero y geopolítico, encima de la mesa, podría concluirse, sin temor a una equivocación sin paliativos, que la peligrosa táctica rusa de inocular otro contagio masivo sobre la coyuntura global parece llevar aún la delantera a las represalias económicas que Occidente ha impuesto desde el mismo instante del estallido bélico en Ucrania contra el Kremlin. 

Los vestigios de este planteamiento, que podría en cualquier caso oscilar su trayectoria y otorgar credibilidad a la estrategia diplomática de EEUU y sus aliados, siguen siendo preocupantes en el corto y medio plazo. Al menos, en el tránsito entre el otoño que acaba de comenzar y el invierno de rigores especiales que se avecina. Es decir, en los próximos seis meses de alta demanda de la energía que precisa Europa y en la que el gas ruso continúa ocupando un lugar destacado en su mix eléctrico. Con el epicentro del tsunami en territorio europeo. 

Porque las compras energéticas de la UE procedentes de Rusia rebasaron en 2021 los 108.000 millones de euros, cifra ostensiblemente por debajo de los 173.000 millones que se registraron en 2012, año en el que la diplomacia energética de Putin se instaló en todo su esplendor en las relaciones con el club comunitario. Pero este esfuerzo diversificador no parece suficiente. El gas natural supone algo más del 27% del mix energético alemán, que antes de la guerra de Ucrania, importaba, en algo más de la mitad, un 55%, de Rusia. Y el PIB germano podría estar ya en fase de recesión; desde finales de agosto o comienzos de septiembre, tal y como apuntan inversores, bancos de inversión y comerciales o think tanks geopolíticos y centros de análisis económico de Europa y de Alemania. De hecho, desde que, en febrero, se iniciara el conflicto bélico, Berlín ha hecho gran parte de sus deberes, y que ha elevado sus partidas del exterior de Noruega y Países Bajos y ha amoldado sus infraestructuras para recibir gas licuado de EEUU y Qatar. Hasta llegar a registrar, a finales de junio, que el gas ruso suponía algo menos de la tercera parte de su rúbrica importadora total.       

Sin embargo, el esfuerzo de la locomotora europea no parece que vaya a eludir su gripaje. Como el ya consumado de EEUU, en recesión técnica desde primavera. Casi desde el mismo comienzo de la afrenta rusa en Ucrania. Con el PIB de Japón también a la deriva y el chino en estado casi de anemia por los largos confinamientos en sus principales capitales por la exigente política de Covid-cero de sus autoridades, sobre todo en la primera mitad del ejercicio, la economía global tiene ante sí una misión casi imposible: sortear otros números rojos históricos. Con el G-7 en un escenario de contracción sincronizada, como sólo ha acontecido en dos ocasiones en el club de las potencias industrializadas por antonomasia -durante el credit crunch de 2008 y los trimestres iniciales de la Gran Pandemia- el desafío no parece muy realista. 

Sobre todo, porque, en esta ocasión, no habrá estímulos monetarios y los económicos, los que emanan de las cuentas públicas nacionales, no pueden ser tan suculentos después de un trienio de desembolsos masivos que apuntan a una necesidad cada vez más urgente de consolidación fiscal. De hecho, los bancos centrales han protagonizado de manera más o menos consciente el empujón hacia la recesión en su restablecimiento del sacrosanto principio del control de precios y su objetivo “prioritario e ineludible de volver a poner a raya el IPC por debajo del 2%, según los últimos testimonios del presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell.  

Esta perseverancia asumida por la Fed para desterrar el espectro inflacionista, nunca visto con la actual magnitud desde la crisis del petróleo de los setenta, ha calado entre las autoridades de las instituciones monetarias del resto del planeta. Una determinación forjada a fuego y que va más allá, incluso, del coste negativo sobre una actividad que, en el mejor de los casos, se reducirá hasta la ralentización y, en el peor, traerá consigo fases contractivas; según los expertos, cortas y de calibres más bien moderados, pero sucesivas y durante un periodo prolongado: el próximo bienio 2023-24.  


  
Alrededor de 90 bancos centrales han aumentado tipos este año y la mitad de ellos lo han hecho en 75 puntos básicos en, al menos, una ocasión, con la mayoría dos veces o más, una trayectoria que el economista jefe de Bank of America, Ethan Harris, denomina como “una competición por comprobar quién de todos va más allá en el encarecimiento del dinero”. El resultado es la mayor restricción monetaria de los últimos 15 años y el final de la era del crédito barato instaurada tras la quiebra de Lehman Brothers y la crisis de la deuda europea unos años después. Pese a que no pocos inversores y economistas juzgan normal la vuelta a la ortodoxia de los tipos de interés en territorio positivo. Y lo que es peor; “el encarecimiento proseguirá al menos durante el actual trimestre”, advierten en JP Morgan Chase, “hasta certificar la mayor escalada del dinero desde la década de los ochenta”.   

Esta semana, la Fed ha aprobado la tercera subida de 75 puntos básicos, no sin cantos de sirena que pusieron en guardia a los mercados de una subida de un punto porcentual, después de que la inflación siguiera por encima del 8% en agosto. De igual forma que el Banco de Inglaterra lo ha hecho en medio punto, han elevado el precio del dinero los bancos centrales de Indonesia, Noruega, Filipinas, Suecia, en un punto porcentual entero, y Suiza, en la misma dimensión que la Reserva Federal, pero sin contentar a los mercados; entre otras autoridades monetarias. Para preocupación de sus gobiernos, que observan cómo se atenúa la actividad. Powell llegó a decir en Jackson Hole, el cónclave veraniego que alberga en EEUU a los máximos responsables de los principales bancos centrales, “que las familias y las empresas deberían prepararse para una temporada de fuertes sacrificios” y el pasado 21 de septiembre, tras elevar el dinero al entorno del 3% y del 3,25%, argumentó que “la recesión es el precio que se debe pagar por contener la inflación”, antes de anticipar varias subidas que, en conjunto, alcanzarían otro repunte del 1,25% hasta final de año. 

Techo oculto de inflación y de tipos 

La tensión inversora está a flor de piel y se dirige especialmente a tratar de dilucidar cuándo se producirá el techo inflacionista en EEUU y las potencias industrializadas y en qué momento sus autoridades monetarias dejarán de incrementar los tipos de interés. Absolute Strategy Research una firma de investigación de mercados deja traslucir un 50-50 de opciones de un recorrido bull en Wall Street y de otra etapa bear para los próximos tres meses. A partir de las encuestas que trasladan a sus clientes que, en total, les conceden un patrimonio inversor de 4,3 billones de dólares. Eso sí, en una atmósfera de un optimismo nulo, por el pesimismo que impera sobre las coyunturas económicas. El 62% de los encuestados espera que dentro de un año EEUU continúe en recesión, con un 76% descontando un repunte del desempleo y otro 71% que asume unas condiciones financieras más restringidas en todo el planeta. Parámetros que alejan al PIB global de cualquier aterrizaje suave.

Ante esta climatología adversa, el horizonte próximo no invita al dispendio. Charles Cara, uno de los autores del informe de Absolute Strategy lo describe como un jeroglífico contradictorio, ya que -explica- “sólo se resolverá si la economía se contrae lo suficiente como para convencer a la Fed de la necesidad de revertir la situación y empezar a recortar tipos”. Entonces, el riesgo inversor se corregiría. Pero esta alternativa resulta altamente improbable. Brent Schutte, Chief Investment Officer (CIO) en Northwestern Mutual Wealth Management, cree que la inflación en EEUU seguirá siendo alta porque “todavía no se ha trasladado a la economía los efectos del coste que los estímulos económicos y monetarios desplegados durante la Gran Pandemia por ejemplo en la formalización de hipotecas, ni se ha realizado exactamente los ajustes sobre los inventarios como tampoco se ha puesto freno al consumo de bienes y servicios”. Y la Fed -matiza- “no está dispuesta a perder credibilidad después de sus súbitas maniobras alcistas” desde enero. 

Tampoco Bob Schwartz, analista en Oxford Economics, comparte esta visión en un septiembre en el que los valores bursátiles han vuelto a sufrir, la inflación presiona aún más de los esperado y las expectativas monetarias desvelan una obsesión latente por los precios y una ausencia total de respuestas hacia el dinamismo. Schwartz no considera que la Fed vaya a poner punto final a su recorrido alcista a corto plazo porque la inflación, pese a la ligera contención de agosto, “aún no permite ver su cota máxima por el espejo retrovisor”. A su juicio, la remisión de los precios en EEUU será “lenta y errática”. 

Por su parte, Kathy Bostjancic, su economista jefe para EEUU, piensa que esta pinza inflacionista y de tipos atenazará la economía que se sumergirá en otra recesión técnica a lo largo del primer semestre de 2023, tras registrar un modesto alza del 1,7% en 2022 con una mitad final, la actual, de extrema resiliencia para sacar la cabeza de los números rojos del primer y segundo trimestre. Y observa otra subida de tres cuartos de punto final, en diciembre, para cerrar el año en el que el precio del dinero subió peligrosamente. Bostjancic prevé un 2023 con una desaceleración leve y muy paulatina de la inflación que evitará rebajas de tipos, momento que se consumará a finales del ejercicio, en su último tramo trimestral. 

El contagio monetario y económico global

En Europa, como en el resto de las economías anglosajonas, desde Canadá a Australia, pasando por Nueva Zelanda y, por supuesto, Reino Unido, o en áreas de especial intensidad inversora o comercial como Singapur, las apelaciones al sacrificio para combatir la inflación se suceden sin remedio. El Banco de Inglaterra admite una recesión en el último estadio de 2022 y una sucesión de contracciones puntuales que alcanzarán hasta 2024. Mientras en la zona del euro, la última catapulta de tipos, del 0,75%, la de mayor calibre desde el nacimiento de la divisa europea, se ha interpretado como el empujón definitivo del espacio monetario común hacia la recesión. En los próximos meses y con Alemania como la primera de las grandes potencias del euro en caer del precipicio. 

La incertidumbre, pues, se ha instalado en la economía global. BlackRock incide en que la vuelta a una inflación bajo control en EEUU, por debajo del 2%, supondrá un coste elevado: un receso productivo profundo y más de 3 millones de desempleados. Para Europa, presagia incluso una contracción de mayor calado. Sus expertos enfatizan el enigma de hasta dónde llegarán los tipos de interés a uno y otro lado del Atlántico, su eficacia real sobre la espiral inflacionista y su efecto sobre la crisis energética, los persistentes cuellos de botella comerciales y logísticos y las nuevas disrupciones en las cadenas de valor de las empresas. 


  
Los inversores tampoco escapan a esta trampa sin aparentes fugas. La mayor caída bursátil en los últimos dos años en Wall Street surgió de una inflación más alta de la esperada en agosto lo que llevó al milmillonario gestor de fondos y filántropo Ray Dalio a pronosticar un retroceso de más del 20% de los activos bursátiles si continúan las subidas de los tipos de interés. Y no parece que este rally vaya a parar. Porque cunde el sentimiento en el mercado de que las autoridades que rigen en la actualidad los destinos de los bancos centrales no se muestran dispuestos a caer en el error de credibilidad y de cálculo de los años setenta, cuando sus predecesores dieron más preferencia al impulso de sus economías que al control férreo de la inflación, lo que los llevó a prolongar la fase de subidas de tipos y a generar mayores riesgos económicos por la prolongada etapa inflacionista.  

De ahí que Anna Wong, economista jefe en Bloomberg Economics, estime que la Fed aumentará el precio del dinero hasta el 5%, duplicando su nivel actual, y sacará del mercado laboral a 3,5 millones de empleados, además de crear dudas en los mercados de capitales. Lejos quedan ya las apelaciones a la “transitoriedad” de las escaladas de precios que tanto la Fed como el BCE se sacaron de la chistera a la hora de valorar los primeros vestigios del fantasma de la inflación en sus economías. Hasta el punto de que Christine Lagarde, la presidenta del organismo regulador europeo, no descartaba a la vuelta del receso estival otra subida del 0,75% en octubre.  

La credibilidad lo es todo para los bancos centrales y fue puesta en duda durante su errónea interpretación y apelación a su fugacidad”, señala Rob Subbaraman, economista jefe en Nomura para quien la “regeneración de su dogma monetario depende más de su capacidad para frenar la escalada de precios que de su poder para eludir la recesión”. A su juicio, esta es la lección que han extraído de la crisis del petróleo de los setenta. 

Los bancos centrales están dirigiendo sus estrategias en la misma dirección, lo que incrementa los peligros sobre la actividad, admite Maurice Obstfeld, ex economista jefe del FMI a Bloomberg y los riesgos de impacto sobre otros parámetros de la coyuntura resultan elocuentes. Desde una “nueva correlación de ventajas y obstáculos competitivos por las carreras devaluatorias de las divisas debido a la fortaleza del dólar, hasta procesos de exportación e importación de inflación a través de las rúbricas de los sectores exteriores de cada país”, matiza.  

La convulsión alcanza a los mercados de capital

En el orden bursátil, la rentabilidad de los bonos del Tesoro americano a corto plazo sobrepasa con creces los de largo recorrido, síntoma claro de la escasa confianza en el futuro económico, como nunca antes en la última centuria, con el S&P 500 camino de certificar su peor descenso anuales desde 2008. Y con la Fed pensando en elevar tipos hasta finales de 2023 y la inflación todavía en el 8% en agosto. En Bank of America justifican que enfriar el IPC “lleva su tiempo”, si bien dar a los precios la prioridad exclusiva “después de llegar tarde a este objetivo” en alusión a la tardanza de Powell en mover tipos, inacción que perduró todo el último trimestre de 2021, “está atenazando el ciclo económico”. Pese a que tanto la inflación como el mercado laboral se están mostrando especialmente resistente a las subidas de tipos, advierte el vicepresidente de la Fed Donald Kohn, antes de justificar con este argumento nuevos encarecimientos del dinero.

A lo que ha contribuido la escalada monetaria de EEUU ha sido a la fortaleza del dólar y, por ende, al deterioro cambiario de las divisas de los mercados emergentes; especialmente, de los más endeudados, sometidos además a los rigores de los efectos geopolíticos de la contienda en Ucrania, de los parones comerciales y de los riesgos de caída de la demanda en las potencias de mayor renta por la amenaza de recesión sincronizada en la práctica totalidad de sus clientes con mayor grado de fiabilidad internacional. Y en medio de restricciones financieras de calado.  


  
Desde 1989, la economía mundial ha alcanzado una velocidad de crucero media del 3,4%; pero ahora, con el endurecimiento del precio del dinero, los efectos inflacionistas, las secuelas de la Gran Pandemia en el comercio, la logística y las cadenas de valor empresariales y las secuelas geopolíticas y económicas de la guerra en Ucrania se ha desencadenado el temor a que apenas crezca un 1%, explica Obstfeld. En línea con la tesis del gobernador de la Fed Kevin Warsh, para quien “el mundo se encamina hacia una recesión global”. 

Wall Street ya refleja en septiembre las dudas que suscita la subida continuada y agresiva de los tipos de interés, con una clara debilidad del índice S&P 500 a finales de septiembre y pronósticos que apunta a un descenso del benchmark por debajo de los 3.700 puntos, según Fundstrat. “Nos encontramos ante el mes más débil desde los años cincuenta y los clientes muestran sus nervios ante la convulsión que observan venir”, asegura Victoria Greene, socia y fundadora de G Squared quien augura un retroceso por debajo de los 3.400 puntos, una caída del 12% respecto del nivel de mediados de septiembre. 

El IPC estadounidense se ha convertido, pues, en la prueba-piloto, en el juego en tiempo real de las estrategias inversoras, según dice con rotundidad Mark Newton, analista de Funstrat Global Advisors, que proclama el cambio de tendencia bull a largo plazo a otra bear a corto en el que anticipa el suelo del S&P hacia mediados de octubre. 
Después de que los inversores hayan llegado de sus retiros estivales cambiando sus carteras hacia posiciones defensivas y de que las compañías aceleraran sus ajustes presupuestarios y se apretaran el cinturón de las inversiones y de los gastos corrientes. En un mes, octubre, que históricamente, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, marca un 36% más de volatilidad que el resto de los meses, según la firma de investigación inversora CFRA.