Europa apela al talente diplomático, pero sin llegar a ocultar, ni siquiera disimular, su preferencia por que el aspirante demócrata, Joe Biden, se vaya a instalar durante los próximos cuatro años en la Casa Blanca. La tensión en las relaciones transatlánticas bajo el principio del America, first de la Administración Trump fue quebrantando la férrea alianza geopolítica entre los dos bloques económicos más importantes del planeta. Una asociación de intereses forjadas -se creía- a fuego en el escenario global desde el final de la Segunda Guerra Mundial y las largas décadas de Guerra Fría. Sin embargo, la incertidumbre que ha arreciado durante el periplo presidencial de Donald Trump no se esfumará de inmediato. De hecho, desde Bruselas se rezuma prudencia. Porque no resultará nada fácil restablecer los puentes dañados por guerras comerciales agresivas, que han tocado el espíritu del libre mercado y los flujos de mercancías, bienes, servicios y capitales entre ambas orillas del Atlántico, los ataques continuados a las instituciones multilaterales -principio rector de la diplomacia europea- por parte de Washington, ni los erráticos comportamientos del líder republicano en asuntos geopolíticos de primer orden como el Brexit, la relación con China y Rusia o el giro de alianzas en Oriente Próximo con el punto de mira estadounidense hacia Irán, las salidas de EEUU de los acuerdos climáticos y de los principales tratados de no proliferación nuclear sin contar con la visión europea. La cautela de la UE nace del escaso margen de victoria de Biden. Los 70 millones de votantes trumpistas y las dudas que persistirán hasta enero de si, finalmente, la mayoría del Senado caerá o no del lado republicano, ha impedido a los dirigentes europeos irradiar optimismo. La correlación de fuerzas del Congreso determinará el margen de maniobra de Biden en política exterior.
La legislatura recién terminada de Trump ha devuelto poder de autonomía a Europa, que se ha convencido de la necesidad de impulsar una estrategia propia en materia de seguridad -tras los desencuentros con Washington en la OTAN- en el terreno comercial -donde EEUU ha intentado influir en los paneles de arbitraje, la operativa interna y el control ejecutivo de la OMC, máxima autoridad comercial de la globalización de mercados- y en otros ámbitos como el sanitario, con la salida americana, abrupta, de la OMS en plena pandemia del Covid-19. En medio de afrentas hacia Europa, a la que Trump ha hecho llegar opiniones hostiles, y redirigiendo la acción exterior a la contención de la expansión geoestratégica de China en el mundo o pivotando su diplomacia hacia Asia. La Administración Biden ofrecerá una recomposición de los lazos a Europa, pero sus efectos generan todavía incertidumbres de calado. Quizás una de las voces que mejor ilustran el sabor agridulce que deja en el Viejo Continente el triunfo de Biden haya sido la de la ministra de Defensa alemán, Annegret Kramp-Karrenbauer, para quien, el respaldo social al dirigente demócrata, el más votado históricamente en unas elecciones presidenciales, ha generado “una situación explosiva” que podría trastocar la realpolitik defendida por ella misma hace apenas un año, en nombre del eje franco-alemán, de impulsar una alianza europea con mayor gasto militar y capacidad de reacción bélica genuina de los socios del club comunitario. Jacob Kirkegaard, del German Marshall Fund, considera que, “visto retrospectivamente”, este cambio de Gobierno en EEUU, crea una “atmósfera mucho más favorable”. Porque si la victoria se hubiera inclinado del lado de Trump, los cinturones de seguridad se hubieran apretado aún más entre ambos bloques, pero con el triunfo de Biden, hay una cierta posibilidad de que se reconduzcan las relaciones, si bien los viejos tiempos no volverán porque resetear los vínculos occidentales no sucederá en ningún supuesto de manera radical, explica.
La Administración Biden será conciliadora con Europa, dará a la UE más tiempo para configurar su tejido geoestratégico, pero no incitará a sus dirigentes a cambiar de trayecto. En línea con la interpretación del Elíseo. El presidente galo, Emmanuel Macron, se declara convencido de haber tocado la tecla adecuada: EEUU y Reino Unido han dejado sobradas evidencias de desmarcarse del orden liberal instaurado en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial. París, incluso mucho más que Berlín, apoya un bloque más geoestratégico. Capaz de tener alternativas al paraguas protector de la OTAN una vez que la salida británica de la Unión le haya dejado sin la capacidad de disuasión de una de sus potencias nucleares. O las reticencias de los socios del Este a que el club europeo eleve su gasto militar sin la tutela de la Alianza Atlántica, porque perciben que les restará protección frente a Rusia. También frente a China, que acaba de ser declarada por los servicios diplomáticos europeos como rival geoestratégico de primer orden y que implicará cambios obligados en materia regulatoria -y supervisora- de flujos de inversión, sanciones por posición comercial dominante, revisión de subsidios sectoriales o restricciones aduaneras. Como ocurrirá en su relación con EEUU. Especialmente, a sus bigtech, investigadas por el Tribunal de Justicia de la UE y sometidas a un constante escrutinio y vigilancia por parte de las autoridades de Competencia y de Mercado Interior.
Porque Bruselas acaba de acusar formalmente a Amazon de vulnerar las leyes antimonopolio, mantiene la batalla judicial contra los gigantes tecnológicos americanos y avanza decididamente hacia una tributación homogénea sobre sus beneficios dentro de la jurisdicción europea. Trump no acostumbraba a pronunciar su nombre, pero todos sabían de quién se trataba cuando decía the tax lady: la comisaria de Competencia, la danesa, Margrethe Vestager, erigida en gendarme del cumplimiento de las reglas sobre libertad empresarial en la UE. Junto a su colega, Thierry Breton, responsable de Mercado Interior. Google, Alphabet, Facebook, Apple o Microsfot están en la terna. De hecho, Francia está acelerando su propia legislación nacional para imponer una tasa -que ha recibido el apellido del buscador de Internet, apelativo con el que la conocen las opiniones públicas de la UE- para evitar que eludan impuestos bajo criterios internacionalmente aceptado de dónde se ubica la sede social. Instrumento que induce a confusión porque las firmas sitúan sus centros operativos en territorios con ventajas fiscales. La iniciativa francesa, que está en los primeros lugares de la carrera de ciertas naciones para establecer la Tasa Google y poner coto a la docilidad tributaria de la era digital, sabe de antemano que EEUU seguirá presionando en los próximos años para que impedir estos gravámenes. Las represalias anunciadas por Trump no remitirán fácilmente con Biden. Pese a las críticas, a veces soterradas y veladas, en ocasiones directas, del Gobierno galo hacia la OCDE, a la que París acusa de claudicar ante la influencia de la Casa Blanca, opuesta, como ha recalcado, a todo intento exterior de establecer obligaciones tributarias específicas contra sus firmas tecnológicas.
La compleja conexión transatlántica
Bajo la Administración Obama, EEUU acusó de proteccionismo a Europa por iniciar lo que, en su opinión, era una cruzada contra las bigtech americanas y la vanguardia digital e innovadora de Silicon Valley. Y Biden fue su vicepresidente, rememora Erik Brattberg, del think-tank Carnegie Endowment. Aun así, Europa podría ofrecer a la Administración demócrata ayuda para resolver el puzzle de las guerras comerciales desatadas por Trump. Una iniciativa encaminada a acabar con subsidios y ayudas y que obligara a China a aceptar reglas internacionales como el abandono de su banda de fluctuación del yuan o el dumping de precios que practican sus empresas en los mercados exteriores. La reedición del tándem EEUU-Europa -con el respaldo de Reino Unido tras su divorcio de la Unión- también ejercería presión a Pekín para que dejara de usar el doble rasero de ser receptora de fondos multilaterales e inversor preferente en mercados en desarrollo, en busca de materias primas esenciales para garantizar su producción. De igual manera que el giro -esperado- de la Administración Biden en favor del combate contra el cambio climático atraería a la Gran Factoría global a parámetros de sostenibilidad y neutralidad energética más acelerados que los que se plantea el régimen de Pekín. Todo, a cambio de conceder a China el estatus de economía de mercado. Plácet que busca, sin encontrarlo, desde su ingreso en la OMC, en 2000, por parte de la comunidad económica mundial. Motivo que le impide -como a Rusia- entrar en clubs como la OCDE.
Pero todo dependerá del interés de la futura Administración americana y de que se despejen las incógnitas sobre el apoyo que, en materia diplomática, política y económica, obtenga del poder legislativo. “El amanecer [de la era Biden] es incierto”, afirmaba a las pocas fechas de conocerse el vencedor en los comicios estadounidenses el comisario de Economía, Paolo Gentiloni. Aunque el alto representante de política exterior europea, Josep Borrell, señalara su deseo de que la UE “pueda construir [con el nuevo inquilino de la Casa Blanca] una relación transatlántica fuerte, basada en nuestros valores comunes y nuestra historia”. Los observadores internacionales creen que otro mandato de Trump hubiera dado al traste con buena parte del armazón multilateral, con instituciones como la OMC. Un retorno al nacionalismo. Pero la presencia de Biden no invita a pensar que Europa deba alejarse de buscar su propia supervivencia como bloque económico y político. Es decir, de encontrar su lugar en el mundo, su capacidad de influencia y su resguardo de seguridad. Un desafío que también admite Borrell: “La UE durmió demasiado tiempo bajo el paraguas protector de EEUU”.
George Friedman, fundador y presidente de Geopolitical Futures, pone el énfasis en que EEUU es un país dividido por la mitad. En lo social, en lo político y en el Congreso, lo que otorga a Biden “un margen de maniobra demasiado reducido”. Este reconocido experto en geoestrategia alerta de que el presidente electo “debe sentar las bases de su mandato con celeridad”, tal y como lo hiciera Obama en asuntos dominantes de la agenda como la guerra de Irak, el terrorismo o el llamado Estado Islámico. En el caso de Biden, marcando el terreno en la batalla contra el Covid-19 y las recetas para una rápida salida de la recesión. Con signos de cambio. Como el cambio de lema que ha recalcado estos días. Del Make America Great Again al America Back again. Con apelaciones a la “sangre, sudor, trabajo y lágrimas”, porque debe galvanizar -afirma- un discurso de sacrificio en los dos focos de mayor prioridad para EEUU. Y sentar las bases de su promesa de unificar el país. O perfilar la estrategia exterior de Trump, que ha generado un nuevo sistema geopolítico en Oriente Próximo con lazos inimaginables entre el mundo árabe e Israel, fuertes presiones hacia China para que transforme sus políticas económicas -una visión que comparten los demócratas- y un modesto incremento de la presencia estadounidense en Polonia y Rumanía para bloquear a Rusia y otear a Turquía. Asuntos -todos ellos- que podrían reforzar las relaciones transatlánticas, aunque EEUU también podría actuar sin la colaboración europea. Si el foco de actuación de Biden -como parece inicialmente inevitable- se perpetúa en el orden doméstico, lo que “daría la oportunidad a otras naciones a tomar ventaja en el terreno internacional”.
En parecidos términos se manifiesta Jordan Schneider en Foreign Policy. “El 117 Congreso nacido de las urnas del pasado 3 de noviembre -a la espera de la conformación definitiva del Senado y que concede una amplia mayoría a los demócratas en la Cámara de Representantes, mantendrá a Washington paralizada”. Porque el impulso del legislativo en el reordenamiento nacional y en la órbita exterior de EEUU será determinante. Por el doble hemiciclo tendrán que pasar los nuevos programas de estímulo que precisará la economía para consumar su despegue, doblegar al Covid-19 o la reedición de la legislación hacia la sostenibilidad y la guerra contra el cambio climático de la implantación del Green New Deal, una de las bazas colectivas y señas de identidad del Partido Demócrata. Además, por supuesto, de la redefinición de la táctica diplomática que dominará las tumultuosas relaciones con China, con la que se disputa el liderazgo internacional desde todas las ópticas: tecnológica, económica y de influencia empresarial y geopolítica.