No es un infierno, dicen. Pero basta repasar el diseño fiscal español para comprender que no estamos ante un sistema razonable, ni justo, porque ya hemos perdido el mundo de vista. Por supuesto, tampoco es siquiera medianamente eficiente y a los déficit crónicos y deuda pública me remito.

Estamos ante algo más grave: un modelo extractivo que castiga el trabajo, el ahorro y la iniciativa con una voracidad confiscatoria. España no sólo es un infierno fiscal. Es una pesadilla mucho más sofisticada, difusa, cotidiana y, por supuesto, coercitiva.

Pongamos los datos sobre la mesa. A partir de 12.450 euros de base liquidable —es decir, poco más de mil euros al mes, haciendo las 'cuentas de la vieja'— se aplica ya un tipo del 24% en el IRPF, sumados los tramos estatal y autonómico medios. ¿Veinticuatro por ciento? Esa es la cifra que antes correspondía a rentas medias-altas. Quedémonos en eso: los más pobres tienen que dar la cuarta parte de sus ingresos. Eso es una animalada, como lo es el IVA al 21% (recordemos que se inventó e implantó en 1986, al 12%, con la idea de que sustituiría a los demás impuestos).

En España, basta con salir del salario mínimo para entrar en una franja impositiva propia de una economía delirante. Y a partir de los 60.000 euros brutos anuales, (un sueldo que en la primera década de este siglo era normal), el tipo marginal se dispara hasta el 45%. Si uno reside en ciertas comunidades, la cifra real puede rozar el 50 o incluso el 54%. Cifras de futbolista o multimillonario, aplicadas a un abogado, economista, ejecutivo… o fontanero. A un buen profesional que se gana la vida algo por encima de la media.

Se ha perdido el sentido de la proporción hace mucho tiempo. El viejo “diezmo”, ese tributo bíblico que en la Edad Media extraía un 10% de las cosechas y se estudiaba como ejemplo de feudalismo brutal, parecería hoy un gesto liberal. Lo aplaudirían Huerta de Soto, Milei, Rallo y Anxo Bastos.

El Estado contemporáneo exige muchísimo más que un diezmo: exige la mitad del esfuerzo de una vida, por lo menos. Con el uso de la violencia que otorga el estado: retenciones, bases, escalas, cotizaciones, plusvalías y un lenguaje técnico que oculta su verdadera dimensión, y si no lo aceptas, sanciones, multas, amenazas, juicios, embargos...

Si la cosa acabara ahí… A esa presión sobre la renta hay que añadir las cotizaciones sociales. En el caso de los asalariados, el coste laboral se incrementa en el entorno del 30% por el lado de la empresa, y cerca del 6% por el lado del trabajador. En total, otro 28–35% que se suma al esfuerzo fiscal real. Esto explica la incomodidad creciente cuando algunos empresarios —o la misma CEOE— proponen que se haga explícito el coste real del Estado, desglosando lo que paga cada ciudadano. Un asunto que provoca furia bizantina en la clase política (sea del signo que sea): la transparencia fiscal no gusta a quienes viven de mantener la ilusión de que los servicios públicos son gratuitos y en base a eso, genera redes clientelares, que son la base del sistema. Sí gusta, eso sí, publicar la infame lista de morosos, que constituye un atentando a los derechos fundamentales, al que sociedad, como en tantas otras cosas, ya se ha acostumbrado. 

Por si fuera poco, hay que añadir el citado IVA, de un impresentable 21%. Un impuesto regresivo que se aplica a todos los movimientos de consumo. Porque sí. Venía a reemplazar a los otros. De eso nada: como los impuestos temporales, llegó para quedarse y crecer.

También están las retenciones sobre el ahorro: dividendos, intereses y plusvalías, que tributan entre el 19% y el 28%. ¿Se penaliza la especulación? No. Se penaliza el simple hecho de haber sido prudente, de haber ahorrado, de no haber consumido. Es el castigo fiscal a la responsabilidad individual.

Y la lista no termina ahí: el IBI, el impuesto de circulación, las tasas municipales, el impuesto de sucesiones y donaciones, los actos jurídicos documentados, las multas, los peajes, los cánones. Además, una burocracia que multiplica los formularios, los códigos y los requisitos hasta hacer de la fiscalidad un laberinto. No es un infierno, efectivamente. Es un apocalipsis fiscal tecnocrático, donde lo importante no es lo que se paga, sino lo que se desconoce, se teme o se omite.

A cambio, ¿qué recibe el ciudadano? El 40% del gasto público se destina a pensiones. La segunda partida, a Sanidad. La tercera, al pago de intereses de una deuda que sigue creciendo. Todo lo demás es marginal en términos de retorno (ay, esos trenes detenidos cada dos por tres), pero enorme en coste.

Conviene recordar que, según datos oficiales, casi el 80% de los pensionistas actuales son deficitarios para el sistema: es decir, reciben más de lo que cotizaron. No es una crítica, es una constatación. El modelo actual no es sostenible o bueno, lo es exprimiendo un fruto que está ya muy seco. Cuanto más se niegue esta verdad, más brutal será el ajuste futuro, pero los 10 millones de perceptores no sólo dan la espalda a esta circunstancia, sino que piden más dinero aun.

Para terminar, está el impuesto global a todos: la inflación, generado a base de cubrir esos déficit crónicos con impresión de dinero. Son la esencia de todo régimen bananero que se precie. La culpa no es de Juan Roig, es de los bancos centrales y los políticos populistas, que nos inyectan la pobreza en vena. 

No es una cuestión ideológica. Es una cuestión de proporciones. Los ciudadanos no se rebelan contra el hecho de pagar impuestos. Se rebelan contra un sistema que extrae más de lo que devuelve, (sólo hay que ver las cifras de renta per cápita), exige más de lo que justifica y regula más de lo que comprende. La economía productiva está siendo drenada. Mientras tanto, se castiga al autónomo, se asfixia al pequeño empresario y se desalienta al que quiere prosperar.

Compararnos con Europa sirve de poco. En algunos países se pagan impuestos más altos, sí. Pero también hay más simplicidad normativa, más claridad en el uso del dinero público, y una actitud más profesional hacia el contribuyente. En España, en cambio, la combinación de presión fiscal, opacidad institucional y mala gestión convierte el sistema en una trampa. No importa si estamos por encima o por debajo de la media europea. Lo relevante es que la experiencia fiscal del ciudadano español es una experiencia de castigo y frustración.

España no es un infierno fiscal. Es algo peor: un ecosistema diseñado para aparentar justicia mientras perpetúa el saqueo silencioso del esfuerzo ajeno. No hace falta gritarlo. Basta con abrir una nómina, revisar una factura o intentar hacer una declaración de la renta sin asesor fiscal. Lo demás son palabras.

Porque, por supuesto, a este modelo confiscatorio y que alimenta la mega estructura estatal, le siguen la escasez de capital y la enorme burocracia. De esta manera, la corrupción es una consecuencia inevitable.

La primera solución no es una reforma, ni una bajada de tipos. La primera solución es reconocer la realidad. Sin ese acto de honestidad política, cualquier propuesta será cosmética. Y el sistema seguirá sangrando al que produce, hasta que ya no quede a quién sangrar.