
Lo grave no es solo la ocurrencia. Es el mensaje. Una operación entre accionistas, ya sujeta al escrutinio de la CNMC, la CNMV y el Banco de España —ese, si acaso, sería el único debate técnico— se pretende ahora subordinar a un “criterio popular”, que ni existe, ni está regulado, ni se sabe quién lo expresa.
El conocimiento general sobre operaciones corporativas de este tipo es, siendo amables, ínfimo. En España, “interés” y “economía” suenan a oxímoron. No por malicia, sino por distancia cultural. ¿Por qué hay tan poco contenido económico en las televisiones generalistas? Los jefes de programación lo explican sin complejos: basta pronunciar palabras como Ibex, bolsa, prima de riesgo o tipos de interés, “y la audiencia se desploma”. Sad, bad true, dicen los Metallica.
Así, fiar a ese nivel de comprensión decisiones sobre una OPA es tan sensato como preguntar a pie de calle si conviene modificar el coeficiente de caja de los bancos o alterar los criterios MiFID. Es un chiste. Por supuesto, todo se hace invocando el “interés general”. Ese concepto vacío, elástico, a gusto del poder. Que, digámoslo claro, ha sido el argumento de todos los tiranos de la historia. Las grandes tropelías se cometieron siempre en nombre del bien común… y casi siempre, con multitudes aplaudiendo.
Lo verdaderamente significativo de este episodio no es la salida de tono de Pedro Sánchez. Es el silencio posterior. La nula contestación. Ya nadie se escandaliza. Ni siquiera se detecta el ridículo. Se ha degradado tanto la noción institucional, la lógica económica y el respeto por las reglas, que una frase así —equivalente a “decidiremos nosotros sobre todo”— pasa como una declaración más del día. El mensaje es inequívoco: ninguna decisión empresarial sin el dedo del Gobierno.
Por cierto, Carlos Cuerpo, ministro de Economía, que en teoría es un técnico solvente y sabe perfectamente lo que esta barbaridad significa, ha tenido que tragarse un sapo monumental. Es lo que tiene la política de políticos profesionales: neutraliza la decencia técnica en aras de la obediencia ideológica.
Ese poder político —sin frenos, sin contrapesos— avanza sobre todos los espacios: el empresarial, el judicial, el informativo, el financiero. Y lo hace porque puede. Porque nadie lo para. Porque hace tiempo que vamos cuesta abajo y sin frenos.
La consulta popular sobre una OPA no es solo una salida grotesca. Es el síntoma de una enfermedad más profunda: el desprecio por las formas, el abandono de la técnica, y la arrogancia de quien cree que el Estado es suyo… y puede hacer con él lo que quiera.
Se perdió el sentido del ridículo, ese que Tarradellas decía que no se podía perder jamás.

