Corrían los años setenta cuando recibí una llamada de Aron Broches, verdadero padre del centro de arbitraje en el Banco Mundial. Con ocasión de una visita a Madrid, el vicepresidente del Banco Mundial y jefe de su asesoría jurídica quería que le organizara una reunión en el Ministerio de Asuntos Exteriores al objeto de que España se incorporara al Convenio de Washington, creador del centro de arbitraje especializado en proteger las inversiones extranjeras. En aquel entonces era prácticamente desconocido entre los empresarios y asesores legales.


Como resultado de mis investigaciones la persona a contactar era el entonces famoso embajador Aldasoro, a la sazón director general de Cooperación Internacional. España necesitaba para nuestra economía la ayuda del Banco Mundial, por lo que la respuesta positiva y entusiasta fue inmediata. El día y a la hora convenidos tuvimos una entrada triunfal en el palacio de Santa Cruz e inmediatamente fuimos recibidos por el mencionado embajador. Se intercambiaron los saludos amables de rigor y nuestro interlocutor nos preguntó por el objeto de nuestra visita. Aron Broches le explicó qué era el Convenio de Washington, cómo funcionaba el CIADI y el deseo de la institución de que España se incorporara, como primer país de habla española y que sirviera de ejemplo en Iberoamérica.

En cuestión de segundos la cara de nuestro interlocutor se transformó, se levantó y, enfadado, nos dijo que en el Ministerio de Exteriores no se podía permitir «tamaña felonía»: pedir que España renunciara a su soberanía en favor de un organismo arbitral internacional y de unos tribunales de arbitraje. Daba abruptamente por cancelada la entrevista y fuimos invitados a abandonar la sede ministerial.

A los pocos años, España ratificaba el tratado y se incorporaba activamente al centro, al igual que lo hicieron la mayoría abrumadora de los países de habla hispana. No por ello lamentamos la cesión efectuada de soberanía. Hoy la entonces calificada felonía es un derecho de las personas y empresas españolas con inversiones en el extranjero para iniciar un arbitraje contra el Estado receptor de la inversión si se entiende que ha violado sus compromisos adquiridos en el fomento y protección de la inversión extranjera. Al igual que puede realizarlo quien haya invertido en España y entienda que alguna administración pública hubiera conculcado los deberes internacionales por los que resulta responsable el Reino de España.

Durante las décadas pasadas hemos contemplado la bonanza de la economía española y la fuerte expansión internacional de nuestras empresas. En ocasiones los empresarios fueron excesivamente ambiciosos y se olvidaron de las necesarias medidas de prudencia que toda expansión del negocio debe tener. La actual situación recuerda los problemadas del Imperio español a comienzos del siglo XIX, cuando nuestras colonias se encontraron ante un vacío de poder como consecuencia de los avatares en los reinados de Carlos IV y Fernando VII. La independencia y surgimiento de las nuevas repúblicas no fueron en un principio consecuencia de una animadversión hacia España, sino del vacío de poder en la metrópoli. Todo ello, por supuesto, azuzado por el deseo de ciertas potencias de romper con el monopolio comercial de España con sus colonias. Mientras Francia e Inglaterra luchaban en la península, al parecer ayudando a los españoles, sus verdaderas metas eran comerciales y a bastante distancia. El vacío de poder tuvo un verdadero efecto dominó en nuestros dominios iberoamericanos.

Situación parecida estamos viviendo dos siglos después, cuando la crisis derrumba una economía cuya fortaleza era incuestionable hace pocos años. Las empresas punteras españolas están teniendo incomprensibles problemas en las repúblicas hermanas. Lo que empezó siendo una anécdota aislada atribuible a radicalismos políticos hoy se está generalizando. Detrás del Imperio económico montado por las empresas españolas ha desaparecido la fortaleza política que en su momento puede garantizar el cumplimiento de los compromisos internacionales de quienes otrora recibían con gran alegría las inversiones españolas. Hoy, además, no faltan empresas de terceros paises dispuestas a ocupar los huecos dejados como consecuencia de una actividad expropiatoria más o menos justificada.

El análisis de las causas se abre paso. En muchos casos nuestras grandes empresas han jugado sin la necesaria experiencia y preparación de sus dirigentes en aguas peligrosas en la idea de que sólo hay buenos rendimientos cuando se navega con riesgo. ¿Cuántos consejos de administracion de las empresas inversoras tienen miembros con la visión internacional cuando toman decisiones para las que no están preparados? Se dice, no sin cierta razón, que las empresas españolas no saben defenderse. Cuando surgen los problemas no seleccionan a las personas mejor conocedoras del tema, sino que se ponen en manos de empresas de servicios con nombre reconocido, casi siempre anglosajón, para evitar problemas con sus accionistas. El responsable empresarial no busca tanto el éxito de su implantación y defensa en el extranjero cuanto cubrir sus espaldas frente a eventuales reproches personales o responsabilidades.

Los medios de opinión pública hablan de este o aquel país y se ha extendido un cierto pesimismo sobre lo que nos depara el futuro. La política de autarquía y de tutela patriarcal del Estado que se reflejaba en la reacción del embajador Aldasoro no está tan lejana en nuestros dirigentes empresariales. La composición y funcionamiento de sus consejos de administración no siempre están a la altura de quienes quieren jugar un relevante papel en una economía globalizada. Existe, sin duda, demasiada ósmosis entre los políticos y la gestión empresarial, dando cabida a personas -más que por su preparación- por sus conexiones con el poder político o el entramado de intereses empresariales. Sus asesorías jurídicas, por mucho que hayan viajado en los últimos años, necesitan con frecuencia una buena puesta al día. Da pena a veces ver cómo están representados y defendidos los intereses empresariales españoles en el exterior.

Bernardo M. Cremades.

Árbitro Internacional