Era un salvavidas de emergencia del BCE, a la espera de un generoso programa de estímulo de los socios monetarios. Pero el Eurogrupo se resiste al despliegue. Apuesta por otra respuesta temporal. El uso del fondo de rescate, dotado con 410.000 millones de euros y el acceso a las líneas de crédito del MEDE hasta una cifra equivalente al 2% del PIB de las economías que lo soliciten.

Su tesis fue refrendada, días más tarde, por el contrapeso financiero del club -con Alemania y Holanda como abanderadas- que, en el Ecofin, primero, y en Consejo Europeo, después, mostró su rechazo a un Plan Marshall de un billón de euros para reconstruir la parálisis y al lanzamiento de los eurobonos con los que sufragar colectivamente las pérdidas de la pandemia económica.

 

 

Europa se afana en no aprender la lección dejada por Mario Draghi, en los peores días de la crisis de la deuda europea. Ante un foro financiero, en septiembre de 2012, en Londres, cuando en la capital británica aún se respiraba el aroma de los Juegos Olímpicos, espetó la frase que resumirá por siempre su gestión al frente de la autoridad monetaria que presidió en la etapa más dura de su historia: “El BCE está dispuesto a hacer todo lo que esté en sus manos para preservar el euro”. Para, acto seguido, dictar el colofón con el que se granjeó el apelativo de salvador de la moneda europea: “Y, créanme, será suficiente”.

Ocho años y 3 billones de euros -el coste total de los tres años y medio de Quantitative Easing (QE), el macro-programa de compra de deuda corporativa y soberana del BCE- después, los acontecimientos se repiten.

La pandemia del Covid-19, que ha confinado a la tercera parte de la humanidad, y sus daños económicos colaterales, han vuelto a poner en jaque a las autoridades políticas de la Unión. Con la economía del euro en recesión, tal y como avanza el mercado, la reacción se repite. Como una maldición cíclica.

A pesar de las voces multilaterales reclamando arsenales fiscales para frenar la caída libre de la actividad. Con todas las críticas señalando al Eurogrupo, el foro de ministros de Finanzas de los socios monetarios de la UE que, una vez más, ha preferido lavarse las manos y alejarse de su deseable papel estelar de gobierno económico del euro. 

El dique de contención del norte ha vuelto a sacar a la palestra la austeridad, pese a los mensajes expresos del BCE de no retornar a la ortodoxia con duros ajustes y, capitaneados por Alemania, Holanda y Finlandia, sepultaron la pasada semana los intentos de aprobar planes ambiciosos de estímulo fiscal para cerrar la sangría económica de la eurozona y volvieron a obligar al Eurogrupo a pasar la patata caliente al Consejo Europeo.

Pasando de puntillas por las reivindicaciones del frente meridional -encabezado por Francia, Italia y España, segunda, tercera y cuarta economías del euro-, al que se unieron una decena de socios, entre las que hubo voces sorprendentes como la irlandesa, la eslovaca o la belga e, incluso, la del primer ministro luxemburgués Xabier Bettel, generalmente alineada a la causa de los socios septentrionales.

La inacción del Eurogrupo es de suma peligrosidad. Porque cincela una imagen de pleitesía a Berlín que aturde hasta a Christine Lagarde, encargada de un vano intento de espolear a sus colegas de la autoridad fiscal del euro, y porque deja su capacidad de reacción inmediata rayando la nulidad. Ni dio señales de vida tras el “haremos todo lo que sea posible” de Draghi, ni las ha emitido tampoco bajo el “sin límites” de la primera presidenta del BCE, que deja poco margen a las dudas sobre la economía de guerra en la que estás sumidas las naciones del euro. 

La nueva muestra de parálisis operativa del Eurogrupo es, si cabe, de mayor gravedad. No tanto porque llueva sobre mojado, o porque no haya asumido la lección de 2012, como por los malos augurios que emanan desde el mercado y, sobre todo, por el hecho comparativo de que EEUU, con una Administración reacia a valorar adecuadamente los efectos clínicos del coronavirus y a suspender la actividad económica, ha dado luz verde, desde el Congreso, al mayor programa de estímulo fiscal de su historia: 2 billones de dólares.

Yves Bonzon, el director de inversiones global de Julius Baer, lo expone en término más que elocuentes. La pandemia del Covid-19 -dice- “es un shock externo de tal magnitud, que se ha transformado en una recesión que se expande a la velocidad de la luz”.

Desde Ostrum AM, que forma parte del banco de inversión Natixis, Philippe Waechter, su responsable de Investigación Económica, pone cifras similares a los números rojos de las dos áreas económicas más poderosas del mundo: “una recesión del 2% para la eurozona en 2020, debido al bloqueo de España, Italia y Francia, y de un calibre semejante para EEUU”.

A su juicio, “el impacto de la contracción de la actividad económica en China se está extendiendo al resto del mundo, con especial intensidad en el espacio europeo y estadounidense”, donde señala que la desaceleración "se ve agravada por la diversidad de medidas de las autoridades públicas, por la desorganización internacional que persiste en política económica, y porque cada país se ve afectado en tiempos diferentes”. 

Las acciones concertadas brillan por su ausencia

En medio de este clima hostil para la economía, en la que, muy presumiblemente, los socios del G-7 han incurrido ya en su segunda recesión sincronizada -tras la derivada del tsunami financiero de 2008- las peticiones en favor de acciones globales concertadas y simultáneas crecen como la espuma.

Los bancos centrales -explican sus defensores- están mucho más -en términos cuantitativos- y mejor -en calidad de activos- capitalizados que en los ejercicios posteriores a la quiebra de Lehman Brothers para hacer frente a una combinación de riesgos sin parangón, con contracción en el comercio global.

Una depresión de calado en la cotización de las materias primas -especialmente, del petróleo- ante la súbita, persistente e incierta caída de la demanda de consumo internacional. Y el receso simultáneo de la actividad en las economías de rentas altas sin que se atisbe un nuevo -y siempre excepcional- desacoplamiento de los principales mercados emergentes; en especial, de los BRICS -Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica- aunque también de Arabia Saudí, Argentina, México, Indonesia o Turquía, entre otras latitudes de gran influencia sobre la actividad global.

Un fenómeno, el del desacoplamiento entre los ciclos de los negocios de ambos hemisferios económicos -el industrializado y el emergente- que sucedió en el trienio posterior a la crisis de 2008. Es tiempo de hacer “todo lo que haga falta”, en línea con los designios dados por Draghi, con políticas fiscales y monetarias a gran escala que contengan soluciones innovadoras para afrontar un contagio sin precedentes en la historia. 

La tesis de la concertación parte del mercado, pero también de los organismos multilaterales sin que parezca que el Eurogrupo se haya dado por aludido. La tesis de la concertación parte del mercado, pero también de los organismos multilaterales sin que parezca que el Eurogrupo se haya dado por aludido.

Kevin Smith y Tavi Costa, estrategas en el hedge fund Crescat Capital, han emitido una nota a sus clientes en la que inciden en una larga lista de desequilibrios entre las economías que ahora pasarán factura a la recesión con un calibre de gran calado. En su opinión, el epicentro de gravedad, como el origen del coronavirus, surge en China y en sus burbujas inmobiliaria, de construcción de infraestructuras y de precios que se han sucedido en la pasada década y que se han combinado con salidas masivas de capital -compras de empresas internacionales y de inversiones en fuentes de materias primas de naciones en vías de desarrollo- y una escalada desmesurada de sus niveles de deuda, soberana, corporativa tanto financiera como empresarial, y de los hogares.

“La pandemia del Covid-19 ha ocurrido en un mal momento en el lugar equivocado: China”, explica Costa, para quien la mezcla del encarecimiento de productos alimenticios y de primera necesidad, junto al frenazo productivo y del consumo y la inestabilidad social generada por los contagios, “añaden riesgos de un potencial colapso de la estructura económica” del gigante asiático. Smith considera que “es casi como si el coronavirus hubiera sido una excusa para poner a todo el país en cuarentena temporal” y así tratar de restaurar la coyuntura. Para estos dos economistas, la divisa china “se depreciará con rapidez frente al oro, debido a su ralentización y a la acumulación de deuda”.

De igual forma, desde Morgan Stanley, llaman la atención sobre el súbito parón inversor. Mike Wilson, su estratega-jefe de mercados para EEUU, certifica la parálisis en los planes inversores de las empresas estadounidenses. En un estudio en el que compara la coyuntura actual -con más de 3 millones de peticiones de cobertura por desempleo en el país durante la segunda semana de marzo- con el desarrollo de las tres últimas recesiones del país, que finalizaron el 1999, 2001 y 2009, sostiene que la contracción en el primer trimestre de este año será del 2,4%, a la que seguirá, entre abril y junio, otro receso de enorme calibre, del 30,1%, en tasas anualizadas. Un semestre, en suma, en el que se sucederán las declaraciones de quiebras y las suspensiones de pagos.

“El problema es en qué invertir durante y después de este drástico episodio de números rojos” -aclara Wilson- para lograr un despegue rutilante de la actividad. Waechter suscribe esta visión, que enlaza con las dudas sobre la prolongación de la pandemia. El mercado desconoce si las medidas de alarma se prorrogarán más allá de abril, tampoco
“cuándo mejorará la situación [de la pandemia del Covid-19] de manera duradera”, por lo que “el proceso será más largo de lo esperado” y, aunque la situación mejorase y la incertidumbre se redujera, “todavía llevará mucho tiempo para que la normalidad vuelva a los países”.

El secretario general de la OCDE, Ángel Gurría, lo pide en términos contundentes. “De un tamaño suficiente, creíbles y bajo una coordinación internacional”.

Porque la emergencia de la pandemia no tiene precedentes y pone a prueba “nuestra capacidad de respuesta colectiva” tanto en el terreno de la contención sanitaria, en primera instancia, como en el orden económico. Esfuerzos que “no pueden escatimar los recursos que sean necesarios” para apagar ambos shocks.

A los gobiernos, la OCDE les encomienda “esfuerzos denodados” -y compartidos- en el lado científico, con vistas a acelerar el descubrimiento de vacunas y la eficacia de tratamientos, y “políticas conjuntas que sirvan para espolear la recuperación”.

El FMI también ha tomado cartas en el asunto. Sus expertos avanzan que la recesión provocada por el coronavirus será, al menos, tan perjudicial como la depresión creada por el credit crunch de 2008. “O peor”, en palabras de Kristalina Georgieva, su directora gerente, que ve números rojos globales en 2020, aunque con expectativas de recuperación en 2021. “La prioridad es que se logre combatir el virus y se fortalezcan los sistemas de salud” y, a continuación, “socorrer su impacto económico que será severo”.

Una vez se frene la pandemia, lo urgente será el despegue de la actividad, afirma Georgieva que pidió “acciones fiscales extraordinarias” a los países, antes de anunciar el empleo de toda la capacidad prestamista del Fondo Monetario, fijada en 1 billón de dólares, para economías en riesgo de quiebra así como sus recursos contra catástrofes (CCRT) destinado a los países más pobres como muro de contención urgente, en un momento en el que el Covid-19 empieza a desplegarse por África y América Latina.

Europa sin arsenal económico colectivo

El planteamiento del Eurogrupo, refrendado apenas 72 horas después por el Consejo Europeo, deja evidencias nítidas de que la UE ha empezado la casa por el tejado. Los socios dieron a la nueva Comisión Europea el mandato para emprender un New Green Deal, con exigentes metas de neutralidad energética y un cambio de paradigma total en el patrón de crecimiento de todos sus socios, con metas ambiciosas para convertir al Viejo Continente en una economía verde y sostenible, pero ha renunciado a disponer de una muralla financiera con el suficiente ancho de banda como para amortiguar la caída libre a la que ha sumido su actividad la crisis del Covid-19.

Parece que, también, pasando por alto las recomendaciones de los ministros de Finanzas del G-7 -a donde acuden los titulares de Alemania, Francia e Italia- de “promover las inversiones y el comercio global” y de “coordinar semanalmente” la implantación de medidas que conduzcan a “acciones efectivas bajo una predisposición de urgencia máxima”.

O las del G- 20, foro en el que, de igual modo, está presente Berlín -también la UE, como institución supranacional que gestiona la segunda economía global, tras EEUU, y ostenta el liderazgo comercial, siguiendo las pautas de su plácet de acceso al G-7- y que ha empleado un tono más contundente aún.

En otra cita virtual de urgencia, a instancias, en esta ocasión, de Arabia Saudí, con objeto de impulsar una respuesta global frente al coronavirus, los líderes del G-20, la institución que cobró protagonismo tras la crisis de 2008 y que se erigió en un nuevo intento de gobierno económico mundial por albergar en sus filas a las voces más insignes de los dos bloques más poderosos -potencias industrializadas y mercados emergentes- se comprometieron la pasada semana a “hacer todo lo necesario” para acabar con la recesión. Un recordatorio explícito a Draghi. Este foro se jactó la semana pasada que, en conjunto, sus socios han destinado más de 5 billones de dólares a planes para reanimar sus economías. Más que el PIB alemán, el cuarto del planeta.

“El virus no respeta fronteras”, por lo que “nos presentamos como un frente unido contra una amenaza común”. En su declaración de intenciones, el G-20 incluye la firma de Naciones Unidas y otras organizaciones multilaterales como el FMI o el Banco Mundial. “Continuaremos -reza el comunicado oficial- con recursos fiscales a gran escala”, a los que identifica como la opción “más audaz” para combatir el Covid-19, porque “de su magnitud y alcance dependerá que el PIB mundial retome su cauce y se instale en él sobre las bases de un crecimiento y una creación de empleo de mayor dinamismo y vigor”.

Bien es cierto que el G-20 elude, a buen seguro por decisión partidista de su anfitrión virtual, Riad, cualquier alusión al shock petrolífero, en plena batalla por el control de los precios, en situación de depresión, entre Arabia Saudí y Rusia, pero su contenido en favor de que se emplee más madera presupuestaria para mantener viva la llama productiva, está fuera de la concepción ortodoxa de Alemania, Holanda, Finlandia y Austria, otro de los socios que se ha unido al club de la austeridad.

El BCE se ha reseteado. Ha puesto encima de la mesa 1 billón de euros para garantizar el flujo financiero y la fluidez del sistema bancario del euro: 750.000 millones en compra de activos y otros 200.000 -inicialmente- para apuntalar de inmediato, a través de subastas, posibles déficits en los índices de solvencia de las entidades prestamistas.

“Nos enfrentamos a una amenaza del todo impredecible, que nunca ha ocurrido, ni durante crisis financieras ni en tiempo de guerra”, explica Alicia Coronil Jonsson, economista jefe de Singular Bank, un banco de inversión privado español, a Foreign Policy. “Con tanta deuda acumulada en Italia y España, la intervención del BCE era realmente necesaria”. El problema es que, pese a este sombrío panorama, la jerarquía de la UE, su establishment político por excelencia, el Consejo Europeo, y su brazo ejecutor en el orden económico, el Eurogrupo -la versión del Ecofin, de titulares de Finanzas, para el euro- se resiste a seguir los designios de Draghi. Como ha hecho su sucesora; al menos, en los primeros meses de Lagarde en el sillón presidencial del BCE.

Precisamente la rúbrica del endeudamiento es uno de los argumentos que el club del norte de Europa esgrime para sepultar la estrategia coordinada de los diez socios, con Francia, Italia y España a la cabeza, que pretenden instaurar un plan de choque sin paliativos como reclaman las instancias multilaterales. Y que arreció en una tensa y desafiante cumbre telemática del Consejo Europeo, del que sólo emergió la activación de un instrumento concreto, el avanzado unos días antes desde el Eurogrupo: permitir a los países en dificultades acudir a una línea de crédito de emergencia del Mecanismo Europeo de Estabilidad (Mede), con poder prestatario de 410.000 millones de euros. Una red de seguridad tenue a los ojos de París, Roma y Madrid, que lograron imponer un plazo de 10 días para cincelar soluciones acordes con la gravedad sanitaria, social y económica del área. Pero que no parece convencer a su presidente, el belga Charles Michel, que parece cada vez más alineado con las tesis de Berlín y del Eurogrupo.

Porque, aducen los países detractores, según fuentes diplomáticas, entre las tres economías del euro que exigen fondos de mayor cuantía, acaparan las tres cuartas partes del
endeudamiento del área monetaria en su conjunto. Las directrices de Angela Merkel y del holandés Mark Rutte pasan por que los recursos que se empleen para contener la pandemia sanitaria y económica se repercutan a las cuentas nacionales. Toda vez que los socios de la Unión han dado rienda suelta a la superación del límite del 3% del PIB, que determina el criterio de déficit en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento.

Pero las naciones meridionales, en esta ocasión con Francia entre sus filas, apelan de nuevo al segundo apellido de este tratado -que contempla crear medidas de dinamización de los ciclos económicos- porque les parecen insuficiente la barra libre de subsidios y ayudas que ha decidido conceder Berlín y Ámsterdam a las empresas y hogares para subsanar sus agujeros financieros en la dura travesía inicial de la recesión. Porque en este punto deslizan la línea roja. Encarnada por el titular de Finanzas holandés, Wopke Hoekstra, generador de las hostilidades en el seno del club europeo. Hoekstra, como en su día hizo su antecesor en el cargo, Jeroen Dijsselbloem, que presidió el Eurogrupo durante los años de la crisis de la deuda europea, cargó de nuevo contra la supuesta displicencia fiscal del sur y llegó a sugerir que la Comisión Europea investigara las razones por las que ciertos países -sin citarlos, era un mensaje expreso a Italia y España-, no habían aprovechado los siete ejercicios consecutivos de crecimiento del ciclo de negocios más prolongado del euro para adquirir un colchón presupuestario con el que abordar las ayudas por el Covid-19.

Desde el frente sureño siguen confiando, en cualquier caso, en que se pueda confeccionar un Plan Marshall, auspiciado por el presidente español, Pedro Sánchez, en el que parece confiar la Comisión, que ha llegado a sugerir para él una dotación superior al billón de euros, a lo largo de los diez días de tregua para limar asperezas y firmar el armisticio que acabe con los sempiternos reinos de taifas en los que se ha convertido el Consejo Europeo. Sobre todo, una vez se constate, como parece inevitable, que la pandemia sanitaria se expanda uniformemente por los distintos territorios de la Unión. De igual manera que tampoco renuncian a los eurobonos, aunque con mayores reservas de éxito. Entre otras razones, porque Bruselas ha empezado a ver con buenos ojos esta fórmula de colectivización de riesgos entre los socios monetarios. Aunque el tándem Merkel-Rutte haya puesto de nuevo coto a la solidaridad europea, piedra angular de su proyecto supranacional, con la promesa soterrada de ir liberando recursos en función de la gravedad de la pandemia.

El mercado, con las posiciones meridionales

Markus Allenspach, responsable de investigación de mercados de renta fija en Julius Bär, incide en que la deuda bancaria “no es un problema” en estos momentos iniciales de recesión y que “las nuevas garantías dadas por los gobiernos y el BCE para mantener los niveles de financiación son adecuadas”. A su juicio, “sólo hay signos de normalización”, con endeudamientos “estables” como avanzan sus indicadores de Credit Default Swap (CDS).

Según el servicio de estudios de este banco de inversión suizo el escenario actual se asemeja más a la crisis bursátil de 1987 con el famoso lunes negro -19 de octubre-, que precipitó la llegada de Alan Greenspan a la Reserva Federal, que a los crash de 1929 o 2008. “Con la salvedad de que, ahora, la posición fiscal de las economías globales y de las europeas en particular es mucho más saneada” para abordar planes de estímulo nacionales o comunitarizados y lograr que “la recesión, aunque profunda, sea breve y puedan sentar las bases de la reactivación”. Como la de 1987, “será más fugaz” si se “prestan” las medidas oportunas. Entre las que elogia las del BCE y la Fed, que contribuyen a estabilizar el mercado de bonos a uno y otro lado del Atlántico.

Sobre el rifirrafe surgido entre Riad y Moscú por el control del precio del oro negro, los expertos de Julius hablan de un intento saudí de poner en jaque la producción rusa y del Kremlin por dañar a las grandes petroleras estadounidenses para provocar el levantamiento de las sanciones económicas de Washington. A Riad le persigue la urgencia por cuadrar un presupuesto vinculado a los gastos militares en Yemen que, con unos precios demasiado alejados de los 80 dólares, les podría reportar un desequilibrio fiscal del 20% del PIB. Mientras a Rusia, sus cálculos fiscales, en un escenario mucho más favorable que en los descensos del crudo de 2014, le valdría con un barril a 43 dólares, en línea con su cotización en estos meses de recesión sincronizada, para la sostenibilidad de sus cuentas públicas.

Sin embargo, estos buenos augurios coyunturales, dentro de la grave recesión que se avecina en la zona del euro, con bancos en disposición de nutrir con créditos al sistema productivo y un precio del petróleo anormalmente reducido e idóneo para economías aún crudo-dependientes como las europeas, no debe hacer caer en la complacencia a los socios del norte. Porque el PIB del euro ya emitía signos de debilidad antes de la llegada del coronavirus.

Con Italia y Alemania en episodios de recesión, la primera, y contracción rozando el receso técnico de su PIB -en dos trimestres consecutivos, como marcan los cánones-, Francia en franca ralentización y unas tasas de actividad industrial que ya emitieron tasas de retroceso a lo largo de todo el pasado ejercicio y sólo en el tramo final, algún impulso de vitalidad. Más que tenue. Como, por otro lado, en toda la eurozona, donde la recesión ya era una opción clara antes de que surgiera la crisis del Covid-19.

En especial, debido a su sector manufacturero, y dentro de éste, el automovilístico, sometido a un bache previo al coronavirus que, sin embargo, tras la expansión de la pandemia, ha reducido la producción global de vehículos en más del 12%, hasta los 78,8 millones de unidades, respecto a 2019. Más de 10 millones de coches menos han salido de las fábricas de todo el planeta, casi la mitad, de las europeas. El consenso del mercado habla de una recesión del 3% para los socios monetarios en el primer trimestre, que se corregiría en cuatro décimas, hasta el 2,4%, si se frena el contagio del Covid-19 en su espacio común.

Escenario cada vez más improbable a juzgar por la resistencia de las curvas de reversión de la pandemia; sobre todo, en Italia y España, aunque también en el territorio francés y, pese al menor ritmo de propagación, alemán. La OCDE asegura que el calibre de la contracción será de dos puntos por cada mes de confinamiento que decrete cada economía que mantenga activas sus alarmas sanitarias por el Covid-19.

Aditya Bhave, estratega jefe global de Bank of America Merrill Lynch, ha puesto cifras al volumen de recursos económicos lanzados por los gobiernos. Y coincide con los cálculos
proporcionados también desde el FMI. En total, 2,8 billones de dólares, equivalente al 3,3% del PIB global. Pero, si se excluye el potente arsenal articulado por el Congreso americano, la media de gasto apenas supone un 1% del PIB. Lejos de los 2 billones de dólares que desplegará, por orden legislativa, el Tesoro de EEUU, una cifra similar al 9% de su PIB y que, “ayudará a mitigar el dolor, pero no para prevenir una recesión profunda”, dice Bhave.

Mientras, curiosamente, emerge un programa de estímulo en Europa por encima de cualquier otro. El de Alemania que, tras el incremento fiscal de 350.000 millones de euros aprobado la pasada semana, ha pasado a significar el 4,5% del PIB. Con medidas que incluyen estabilizadores automáticos para corregir desvíos presupuestarios. Pero que, sin embargo, dice Evelyn Herrmann, una de sus economistas en Europa, adolece de una premisa fundamental, que “no se traslada al escenario europeo, donde la demanda seguirá deprimida, y esto último es aún más urgente” para los intereses germanos, explica.

Una solución genuinamente nacional para abordar caídas productivas exclusivamente germanas con las que, según un pool de think tanks berlineses, la canciller Merkel puede tapar grietas de una recesión de dos trimestres consecutivos que oscile entre un retroceso del 7,2%, para lo que precisará de 255.000 millones de euros, y un receso más profundo, del 20,6% que, de registrarse, precisará de los 729.000 millones de euros habilitados para ello.