Lo de que veinte años no es nada puede funcionar (y de hecho funciona) en el tango. Pero en la vida de las empresas dos décadas dan para mucho y representan el tiempo en toda su dimensión. Más o menos esos veinte años son los que llevamos hablando de la información no financiera. Lo que ahora englobamos bajo esta etiqueta fue todo un hallazgo de la cultura corporativa de principios de siglo. Entonces se llamaba responsabilidad social a secas. Poco después se le añadió el término corporativa y, con los años, ese compromiso se abrió como un tríptico. A la izquierda de lo social apareció lo medioambiental, expresado como actuaciones concretas contra el cambio climático. A la derecha del cuadro tomaban cuerpo las prácticas de buen gobierno. Es lo que hoy en día se conoce como ESG según el acrónimo inglés.

Parece claro que todas estas cuestiones pasaron de accesorias a decisivas a partir de la crisis económica mundial de 2008. La desconfianza y la desafección hacia los agentes sociales y políticos, y también hacia los económicos, surgió entonces. A día de hoy sus efectos siguen condicionando la realidad política, y también la empresarial. Lo que empezó siendo un ejercicio voluntarista de conciencia social se ha convertido en una obligación de transparencia y honradez corporativas. En un mundo tan polarizado, volátil e inestable como el de hoy, la legitimidad social se ha vuelto un requisito indispensable para la supervivencia de cualquier proyecto empresarial. Se ha dado la vuelta a la máxima de la antigua Roma: ya no basta con parecerlo; además hay que serlo, serlo de verdad y demostrarlo.

En todos estos años, esa realidad ESG ha ido ganando cuerpo, pero se ha mantenido casi siempre al margen de las cuentas de resultados y de lo que se conoce como información financiera de la empresa. La propia estructura de contenidos del regulador quizá ayuda a mantener esa dicotomía. En torno a ese carácter dual, lo financiero a un lado y lo social a otro, se suele hablar de que la ESG supone una segunda e incluso una tercera línea de la cuenta de resultados, pero siempre al margen de la línea de pérdidas y ganancias.

En mi opinión, mantener esas vidas paralelas entre la parte financiera y la no financiera, como líneas que nunca llegarán a encontrarse, ha quedado completamente anticuado. La propia realidad de las empresas obliga a integrar ambos mundos en una única realidad, porque la influencia de la ESG es tal que determina, condiciona, revierte o incluso destroza el análisis meramente numérico de cualquier compañía.

Está claro que las ventas, el beneficio, la deuda o las valoraciones, influyen en los números corporativos, pero es que la política medioambiental o la gobernanza influyen tanto o más que esos apartados clásicos. Por eso deberíamos ir hacia un entendimiento integral de los resultados de las compañías, un análisis que incluya todos esos vectores, tanto los financieros como los no financieros.

La comprensión fraccionada de esas dos realidades corre el riesgo de desenfocar el conjunto y ya ni siquiera es suficiente. La exigencia de una ética corporativa integral se ha situado por encima, y ese racional debe aplicarse tanto a la parte financiera como a la no financiera, con los mismos criterios ESG en ambos aspectos. Parece evidente que sin negocio no puede haber buenas prácticas, pero es que sin buenas prácticas intentar hacer negocios resulta exactamente igual de inadecuado.

Así que se trata de que las empresas no solo hagan lo correcto, sino de que además lo hagan correctamente. Como se decía en las cartillas de usos y costumbres de mis mayores: si tienes que hacer algo, además procura hacerlo bien. Si quisiéramos trasladar esa máxima a las actuales necesidades de las empresas, se trataría de hacer las cosas bien respecto a lo que se vende, a lo que se gana, a lo que se retorna y a lo que se genera -y a cómo se genera-. Son principios muy sencillos de actuación en torno a los que cabe articular una ética empresarial plena que conecte el negocio con las buenas prácticas.

Me refiero a que cualquier empresa debe mostrar un compromiso con su negocio, que se traslada a sus resultados operativos, a lo que consiga vender. Debe mostrar además un compromiso con sus finanzas, que trasladará a su cuenta de resultados, a lo que consiga ganar. También necesita trasladar su compromiso con el entorno, a través de sus resultados medioambientales. Está obligada a declarar si ha protegido o desprotegido su entorno, porque sin esa afirmación no hay legitimidad posible.

Claro que también existe un necesario compromiso con la comunidad, que se declina a través de los resultados sociales. Es decir, cualquier empresa debe demostrar si retorna a la sociedad parte del valor que obtiene en el ejercicio de su negocio. A su vez, ese compromiso social debe ser coherente con la debida lealtad a sus grupos de interés, respecto a los que se debe mantener una total honestidad y transparencia.

Asimismo, debe asegurar unos resultados de gobernanza, porque es la única manera de trasladar legitimidad a todos los compromisos anteriores, y también unos resultados cualitativos, capaces de medir la satisfacción y la excelencia generados a lo largo del desempeño empresarial. Criterio éste, el de la calidad, o la excelencia en la actuación, que ha quedado injustamente fuera del acrónimo ESG, y que cada día se me aparece como más necesario.

En definitiva, el camino hacia una ética empresarial completa hace necesario interiorizar y equiparar definitivamente -más allá de la confección de un mero informe integrado-, los resultados operativos, los financieros, los medioambientales, los sociales y hacerlo de forma muy transparente. Y además con la mayor calidad y excelencia en todo el proceso. Un paso más que agradecerán nuestros grupos de interés, y que reflejará nuestro verdadero compromiso con todos ellos. En eso estamos.