No hablo ya de Koldo, Súper Santos Cerdán, los prostíbulos-sauna, las maletas de Delcy o las adjudicaciones de Navarra. Me refiero al cochambroso apagón, a los aeropuertos colapsados, a los AVEs yendo peor que los trenes de los años de la posguerra o a la terrible muerte de Diogo Jota en una autovía española, con firme en mal estado; algo que nos ha vuelto a situar en todo el mundo.
¿Quién no ha recibido estos días un wasap o un comentario de alguien que se ha quedado tirado varias horas en medio de España por caída de algún tren, en plena ola de calor, sin ningún tipo de asistencia, hasta que los han recogido en autobús horas después?
Por desgracia, es inevitable, cuando a un estado extractivo se le suma una maquinaria política que aúpa a personajes inútiles para la vida civil a dirigir las vidas de los demás. En menos de un lustro, ha habido tres presidentes de Renfe, cuatro de Adif y otres tres ministros de Transportes, a cual más calamitoso y escandaloso. El listado produce sonrojo: Pardo de Vera, Ábalos, Puente, Contreras, Koldo consejero...
La gente en el fondo del todo no es tonta y se da cuenta. Se palpa el bolsillo y tiene claro que no puede fiar demasiado su futuro en esta administración ineficiente, incompetente, extractiva y corrupta.
Así, los hogares españoles no solo han ahorrado, también han invertido. Según el último informe de Inverco sobre el ahorro financiero de las familias (1er trimestre de 2025), los activos financieros de los hogares alcanzaron los 3,17 billones de euros, con un crecimiento del 2% trimestral.
Dicho de otro modo: el ahorro financiero está en máximos históricos. La gente gana poco (las encuestas de salarios son deplorables), pero guarda su dinerito en el calcetín.
Por desgracia, el dato más revelador no es el volumen, sino el destino de ese dinero. Los depósitos —tradicional refugio del ahorrador español— siguen siendo los principales receptores, aunque han reducido su peso relativo hasta el 33,7% del total, su nivel más bajo desde 2018.
En cambio, los fondos de inversión alcanzan máximos históricos: suponen ya el 16,6% del total del ahorro financiero, tras captar 15.007 millones de euros en solo tres meses, con mención expresa a los de renta variable. También repunta la inversión directa en acciones.
El movimiento es claro: la inflación ha empujado al español medio a mirar hacia la Bolsa, no por especulación, sino por pura defensa del patrimonio. La inflación, causada por las políticas monetarias de los políticos, en connivencia con los bancos centrales (la frase puede decirse con el orden de los factores alterado, que el resultado seguirá siendo el mismo), está empobreciendo a toda prisa a los españoles, que tienen claro que con Letras del Tesoro no van a sortearla.
Toca apostar por el crecimiento y batir al incremento de precios si se pretende evitar que nos inyecten la pobreza en vena y poco a poco esto va calando.
Por supuesto, más del 80% del crecimiento del ahorro financiero se explica por la revalorización de activos en mercados, es decir… hay que dar mucho las gracias a la Bolsa americana, de nuevo en máximos históricos.
Todavía queda mucho camino para hablar de cultura financiera consolidada, pero lo cierto es que los hogares están haciendo los deberes: diversifican, se desapalancan y piensan a largo plazo.
Por rizar el rizo: la riqueza financiera neta de las familias (activos menos pasivos) ha alcanzado un récord de 2,4 billones de euros, con una ratio deuda/PIB en mínimos históricos (47,3%). Justo lo contrario que hace el estado.
El contraste con la Administración es tan evidente como incómodo. El estado arrastra un déficit crónico, mantiene una deuda pública en torno al 110% del PIB (a saber cuál será ahora mismo la cifra real), y sigue aumentando el gasto estructural sin control, ora por las concesiones a los socios de Gobierno, ora para seguir tejiendo las redes clientelares que sustentan su permanencia en el poder.
Mientras los hogares ajustan sus cuentas, el Gobierno sigue atrapado en un modelo basado en presión fiscal récord, promesas permanentes de nuevos “derechos” —que en realidad significan más gasto público y clientelismo variado— y una cascada inagotable de exigencias presupuestarias por parte de sus “socios”. El contraste es tan evidente como incómodo: la ciudadanía se disciplina, la Administración despilfarra su dinero.
¿De qué sirve aumentar la presión fiscal si el retorno social es cada vez menor? ¿Qué legitimidad tiene un Estado que exige como siempre, pero devuelve como nunca?
La inversión privada —ese capital paciente que sostiene pensiones, innovación y empleo— funciona mejor y es más sensata que el capital público, teóricamente diseñado para garantizar estabilidad. Lo público se tambalea por exceso de politización, ineficiencia y ausencia de prioridades. Lo privado, en cambio, se ajusta, evoluciona y resiste.
Quizá estemos ante un giro silencioso: una sociedad que empieza a confiar más en sus propias decisiones que en las del Estado. Una clase media que, sin grandes alardes, que sufre una irrefrenable sensación de irse por el desagüe, está aprendiendo que el futuro se construye también desde la cuenta de valores, no solo desde la nómina.
La Bolsa, por tanto, no es solo un activo: es una oportunidad cívica. Su creciente peso en el ahorro nacional es una señal de madurez, justo cuando quienes deberían dar ejemplo —desde el Gobierno hasta los gestores de lo público— parecen más ocupados en controlar el presente que en construir el futuro.
Ya hemos dicho que si parte de ese dinero de los depósitos fuera a la Bolsa, el país se pondría a funcionar de verdad. Si, además, se le dieran incentivos fiscales, el crecimiento, los empleos y los salarios se dispararían.
Pero el crecimiento no gusta a la clase política, porque genera otra cosa que todavía les gusta menos: libertad.