El problema es que hoy seguimos actuando como si esas condiciones se mantuvieran, cuando la realidad es que no se parecen en nada. Entre otras cosas, el baby boom se ha caído, ha habido pinchazo puntocom, un 11-S, Lehman Brothers…
Nada de eso parece importar a los perceptores, pero lo que vamos a tener no es un Estado del bienestar sostenible, sino una caricatura de él. Ya estamos un poco en eso, viendo las carreteras, la sanidad, el AVE... Las pensiones no, que los pensionistas con un colectivo muy complejo, pero son la gran partida de gasto y lo que más pesa en las cuentas de los países y, por tanto, en su economía.
El sistema de reparto de pensiones es bastante sencillo: lo que entra cada mes de los trabajadores en activo financia lo que se paga a los jubilados. Durante los años de alto crecimiento económico, esto funcionaba de maravilla: había más gente trabajando, los sueldos crecían, la economía se expandía, y el número de pensionistas era relativamente pequeño.
Hoy la ecuación ha cambiado por completo. Tenemos menos nacimientos, más esperanza de vida y, por tanto, una pirámide demográfica invertida. Cada vez hay menos cotizantes para sostener a más jubilados. Y lo que se recauda ya no llega: por eso el sistema acumula déficit año tras año, que se tapa con deuda pública. Una deuda que, a su vez, se paga con impuestos futuros. O sea, que seguimos retrasando el problema como quien patea una lata calle abajo.
Estos días ha salido un dato espeluznante: la renta media de los pensionistas (que en teoría ya no tienen cargas encima) es superior a la de los cotizantes. ¿Hay que explicar la bomba de relojería que es eso?
Algunos creen que basta con subir impuestos para mantener intacto el Estado del bienestar. Pero la aritmética vuelve a ser tozuda: si la tarta no crece, repartirla en más trozos solo genera frustración. Una presión fiscal creciente en una economía estancada lo único que hace es desincentivar la inversión, castigar a las clases medias y acelerar la fuga de capital y talento.
Lo que de verdad sostenía el Estado del bienestar era el crecimiento. Cuando la economía avanzaba al 4 o 5% anual, todo era más fácil: se podían subir las pensiones, aumentar el gasto en sanidad y educación, y a la vez bajar la deuda sobre PIB porque el denominador crecía a gran velocidad. Hoy, con crecimientos en el 1-2% —cuando hay suerte— esa magia desaparece.
La otra opción, claro, es financiarlo todo con deuda. Pero eso es como pagar la hipoteca con la tarjeta de crédito: funciona un tiempo, hasta que el banco dice basta. En un mundo donde los tipos de interés han dejado de ser cero, endeudarse sin límite ya no es tan barato como antes.
Lo más curioso es que, a pesar de estas evidencias, seguimos hablando como si el Estado del bienestar estuviera blindado. Los políticos de uno y otro signo se dedican a prometer lo imposible, porque decir la verdad —que las pensiones no están garantizadas si no hay crecimiento— cuesta votos. Se prefiere vender humo: más gasto, más derechos, más promesas.
El problema es que la economía no se rige por discursos, sino por realidades. Cuando las cuentas no salen, no salen. Por mucho que se pinte de progresista, social o solidaria la narrativa, si no se genera riqueza suficiente no habrá pastel que repartir.
La única salida real es recuperar la senda del crecimiento. No hay alternativa mágica. Esto implica atraer inversión, mejorar la productividad, fomentar la innovación y crear un marco regulatorio y fiscal que incentive el trabajo y el emprendimiento. Sin crecimiento, el resto son parches: impuestos más altos, más deuda, recortes encubiertos. Con crecimiento, en cambio, sí es posible financiar pensiones dignas y mantener servicios públicos de calidad.
Europa lo supo en el pasado y parece haberlo olvidado. España, en particular, se ha instalado en un ataque a todo lo relacionado con la empresa, la actividad, el capital o la productividad. Sólo apetece hablar de derechos. Es como si sólo nos apeteciera hablar de tomar cañitas en lugar de trabajar. Mola más, por supuesto, pero…