Hubo una época, no tan lejana como parece, en la que el mercado español presumía de potencia. Telefónica y Santander eran los valores más líquidos de Europa (que se dice pronto), Repsol brillaba como multinacional energética pujante, Iberia aún era bandera nacional y el Ibex se citaba en las mesas de Londres y Nueva York como “historia de éxito del sur”.

España se había ganado el respeto del capital internacional. Tenía narrativa, confianza y liquidez. Sus empresas se comían el extranjero: telecos, banca, constructoras se lanzaban a un proceso imparable de adquisiciones internacionales. Parecía una historia escrita para durar.

Hoy, el Ibex 35 vuelve a estar en zona de máximos, pero casi 18 años después. Es como reencontrar el traje de boda en el fondo del armario y comprobar que, con esfuerzo, vuelve a abrochar. Sí, el índice supera los 16.000 puntos y los informativos lo anuncian con orgullo. (Aún no hemos visto a los políticos; supongo que cuando se enteren intentarán sacar partido). Pero el traje está arrugado, ajado. Aunque abroche, no es para lucirlo. 

Es un récord con aroma a tiempo detenido. El resto del mundo ya hizo este viaje hace más de una década: el DAX recuperó su nivel precrisis en 2013, el CAC francés en 2019, y el S&P 500 no ha dejado de pulverizar techos desde 2016. Nosotros llegamos al final de la fiesta cuando ya están apagando la música. Aunque reza el dicho que nunca es tarde si…

En el cambio de siglo, España era un referente bursátil. Teníamos campeones nacionales con ambición global, empresas que salían a comprar en Latinoamérica, en Reino Unido, en media Europa. El Ibex concentraba talento financiero, proyectos sólidos y una mentalidad de conquista. Fluía el dinero y dominaba el denominado (y ahora denostado) capitalismo popular.  

Pero esa generación de empresas se apagó. No porque fueran malas, sino porque el país cambió. La cultura empresarial se volvió defensiva, el regulador se hizo más intervencionista y el discurso político empezó a mirar con recelo al que gana. La desconfianza hacia el éxito económico se institucionalizó. Se convirtió en atmósfera.

A esa pérdida de ambición se sumó la erosión silenciosa de los incentivos. O, casi mejor dicho, los ataques a todo lo que significaba ahorro, capital e inversión.

Durante años, se desmontó pieza a pieza el marco que había favorecido la mejor etapa de todos los tiempos de España: se han anulado las deducciones por inversión, se ataca al ahorro privado —primero los planes de pensiones, luego las sicav, después con impuestos extraordinarios a las fortunas, la banca o las eléctricas—. Incluso se ha hablado claramente de la confiscación del dividendo.

Medidas que presuntamente servían para arreglar las cuentas de Hacienda, pero, por ejemplo, con la anulación de las deducciones por inversión se han cargado la expansión exterior. El país pasó de incentivar el riesgo a penalizarlo, de acumular capital a disuadirlo. Las empresas, de comprar todo lo que veían en el extranjero a (mal)venderlo.

Por eso, cuando hoy el Ibex marca máximos, la sensación no es de triunfo sino de melancolía. Lo hace por inercia, no por renovación. El índice sube porque hay liquidez global, porque los bancos reparten dividendos y las utilities garantizan rentas. Sobre todo, porque las políticas monetarias devalúan el dinero, lo cual genera inflación. Así, los inversores buscan refugio en la Bolsa americana, el oro, Bitcoin, real estate... y al final, en mercado europeo. Incluso España. No porque la economía española haya encontrado su nueva historia. No hay nuevos campeones, no hay relato tecnológico, no hay músculo industrial emergente. Lo que hay es resistencia, prudencia y resignación. El capital se defiende, no se proyecta.

A principios de los 2000, la capitalización bursátil española llegó a representar más del 120% del PIB. Hoy ronda el 60%. En Alemania, en Francia o en Estados Unidos, la bolsa es espejo de la innovación. Aquí refleja más bien la estructura del poder. Es un mercado envejecido, burocrático y dependiente del dividendo. El dinero no huye, pero tampoco confía. España, simplemente, no es atractiva para quien busca crecimiento.

El mérito del récord, por tanto, no es del mercado sino de la paciencia. Hemos tardado casi dos décadas en volver al punto de partida (Noviembre 2007). Y aun así lo celebramos, como quien brinda porque al menos seguimos vivos. La realidad es que el Ibex 35 no ha sido un índice de inversión; ha sido un índice de supervivencia. Un reflejo exacto de lo que somos: un país que se resiste a hundir y poco más.

A veces conviene recordar que hubo un tiempo en el que la Bolsa española era la mejor de Europa. No para recrearnos en la nostalgia, sino para entender lo que hemos perdido: ambición, respeto internacional y un ecosistema empresarial que creía en sí mismo. Entonces se soñaba con conquistar mercados. Hoy, con que no nos suban los impuestos.

El Ibex bate su récord, sí. Pero el país que lo acompaña sigue sin recordarse a sí mismo. Y, por desgracia, no aparece nadie que plantee una vuelta al modelo de crecimiento en una economía que sigue teniendo gente talentosa.