No lo digo por lo de estos días recientes, aunque la intervención de la UCO en la sede nacional del partido del Gobierno no es una anécdota. Pero el origen de todo es más profundo. Lo dijo Platón hace más de dos mil años:
“Cuando los que no producen reclamen lo de los que producen, cuando los ladrones consigan los cargos de gobierno, y el pueblo se incline por el placer antes que la virtud, sabrás que la democracia ha colapsado.”
España cumple hoy esas tres condiciones. Las instituciones han sido ocupadas por personas sin experiencia laboral, sin méritos, sin trayectoria demostrable, con el apagón de todo el país como exponente máximo de ese colapso institucional.
El Estado se ha convertido en un ecosistema clientelar, donde la lealtad política vale más que la competencia. En ese entorno, la corrupción no es una desviación: es un subproducto lógico. Una consecuencia inevitable, pero el drama es cómo erosiona la economía y la seguridad jurídica. Es veneno para los inversores.
Conviene insistir en esto: la crisis sistémica no es solo una cuestión de moral pública, es de estructura económica y, por tanto, de país.
Este modelo perverso degenera siempre en estructuras extractivas: fiscalidades del 40% o más en renta directa, imposiciones indirectas en cadena, cargas empresariales crecientes… impuestos inventados a todo y a todos… y aún así, resulta insuficiente. El gasto no cuadra. No por exceso de servicios, sino por ineficiencia, captura y duplicidad, que causa un decrecimiento económico palpable, al que se intenta poner coto con más gasto, y así en espiral. El paso siguiente es inevitable: monetización del déficit. Es decir: inflación estructural.
Y con eso, llega la asfixia de las clases medias. No por casualidad, son las grandes sacrificadas del siglo XXI. Pagan impuestos, asumen riesgos, mantienen al sistema… y reciben a cambio inseguridad jurídica, impuestos crecientes y una sensación creciente de orfandad. El capital huye. El talento también.
Y a todo esto, ¿dónde se genera realmente el dinero? ¿Dónde se mueve hoy el capital opaco? En torno al Estado. En la política. En los contratos públicos. Ahí surgen las nuevas élites: no en el mercado, sino en el aparato. ¿Y por qué sorprende entonces que los conflictos, incluso los bélicos, se disparen? Cuando las democracias se vacían de contenido, las guerras dejan de parecer imposibles. Se convierten en negocios.
Por eso los mercados, hoy, ya no se entienden sin esta lectura: la inversión no es inmune al colapso institucional. Lo vemos en las primas de riesgo, en las rebajas de rating, en la fuga de sedes, en la inestabilidad regulatoria, en el deterioro fiscal y, por supuesto, en la caída del negocio bursátil, el incremento de los precios de la vivienda o el ataque al capital.
Por eso tampoco es extraño que los países que mejor aguantan sean los que han sabido mantenerse fuera del ruido, pero dentro del orden: Suiza, Irlanda, Austria, Dinamarca… economías abiertas, estables, donde la política no se ha comido al mérito ni a la ley.
Son tiempos de prudencia. Y de lucidez. Quien invierte necesita entender que ya no basta con mirar el gráfico. Hay que mirar el sistema.