En un rincón menos visible que los escaparates navideños, las estadísticas nos recuerdan que cada vez más hogares en España sufren carencia material severa y que el número de perceptores del Ingreso Mínimo Vital (IMV) sigue aumentando.

Y uno no puede evitar preguntarse cómo es posible que, en una economía desarrollada que va como un cohete, con récord de gasto público y presión fiscal histórica, haya más pobreza que nunca.

Los datos de la Seguridad Social nos dicen que el IMV alcanza ya a más de 2,4 millones de personas, mientras la carencia material afecta al 18% de la población. Es decir, crecen tanto las ayudas como la pobreza. Una incongruencia que no debería sorprendernos tanto si atendemos a los incentivos que generan ciertas políticas.

Fuente: Carlos Arenas Laorga

El aumento de transferencias no equivale a una solución estructural. El estado, en lugar de facilitar que cada individuo se abra camino, se convierte en un protector omnipresente que reparte subsidios. Y esto, lejos de empoderar, cronifica situaciones de dependencia. No solo no da libertad, sino que encorseta la vida de millones de personas.

De hecho, no sé por qué el Gobierno saca pecho por que haya tantos perceptores del IMV. Debería ser motivo de vergüenza…

Fuente: Carlos Arenas Laorga

En 2025, España ha alcanzado el mayor nivel de gasto público de la historia de nuestro país y la deuda pública en términos absolutos es también la más elevada de la historia. Pero es que la recaudación tributaria también es récord histórico. Y, con todo, los niveles de carencia y el IMV siguen creciendo.

Con respecto al IMV, lo que debería ser una red de seguridad temporal, se convierte muchas veces en un techo bajo el que millones de personas quedan atrapadas sin capacidad real de progresar. Y no es que falte generosidad en la sociedad —que la hay— sino inteligencia en el diseño de las políticas. Las ayudas, como las medicinas, deben curar, no generar dependencia. El IMV, bien orientado, debería ser un fisio que te cura, no una eterna muleta.

Este año me gustaría pedir a los Reyes libertad y dignidad para los habitantes de España. Uno de los grandes errores de nuestro tiempo es pensar que la libertad se reduce a votar cada cuatro años y que la dignidad se garantiza con un ingreso mensual. Pero la verdadera libertad —la que permite trazar tu propio camino, equivocarte, levantarte y construir algo propio— nace del trabajo, del ahorro y la inversión y de la responsabilidad personal.

El crecimiento no nace del consumo ni del gasto estatal, sino de la acumulación de capital, de la inversión productiva y del esfuerzo individual. Y sin una estructura que lo permita —mercado libre, baja fiscalidad, seguridad jurídica— cualquier intento de prosperidad será efímero.

No basta con encender luces en las calles si se apagan las luces del futuro para millones de ciudadanos. En estas fechas, donde la sensibilidad aflora y el consumo se desborda, conviene hacer una pausa. No para sentirnos culpables por tener más que otros, sino para pensar en cómo construir una sociedad en la que cada persona pueda ser dueña de su destino.

Ayudar al prójimo es un deber moral, pero no debemos delegarlo al estado, ni dejar que éste convierta la solidaridad en control. La verdadera compasión no es repartir limosnas eternas, sino abrir caminos reales para que, quien hoy necesita ayuda, pueda decidir mañana con autonomía.

Ojalá esta Navidad sirva no solo para compartir una cena, o llevar un día cafés calientes por la ciudad, sino para abrir el debate sobre qué tipo de sociedad queremos. Una que administre la pobreza o una que libere el potencial de cada individuo.