El problema es que no debería estar ahí. La presidencia, así como los puestos de consejo o los altos cargos puestos a dedo de una empresa como Redeia (REE) no pueden ser un premio político, una jubilación dorada, un reparto de prebendas, ni una plaza de destino para quienes hayan hecho carrera en un partido.
Las empresas de redes —eléctricas, de telecomunicaciones, de transporte, hidráulicas, logísticas— no son un negocio más. Son el esqueleto invisible de un país. Allí se juega el futuro de nuestra competitividad, de nuestra capacidad, de nuestra autonomía. Son las arterias de la economía.
Incluso si alguien se considera muy liberal y quiere ver al estado sin apenas competencias, seguro que desea que las redes tengan supervisión y control público, porque son las grandes garantes del bienestar básico. El cimiento de la prosperidad personal.
Es absurdo creer que 546.000 euros brutos al año —menos de 300.000 limpios— son un escándalo para quien preside una empresa (Ibex) que sostiene el sistema eléctrico de alta tensión de toda España. Es una cantidad baja. Demasiado baja, incluso.
En Europa, los presidentes ejecutivos de las grandes redes eléctricas suelen cobrar entre 800.000 y un millón de euros anuales (casos de Terna en Italia y TenneT en Alemania), y en el Reino Unido el CEO de National Grid supera los 5 millones de libras sumando salario y bonus. Francia es la excepción, donde el presidente de RTE, una empresa pública, percibe alrededor de 370.000 euros brutos anuales, muy condicionado por limitaciones políticas al salario.
El verdadero escándalo es que quien ocupa ese puesto no tiene el perfil técnico, la trayectoria profesional, ni la preparación que esa responsabilidad exige. Algo que nos suena ya demasiado: cuando estalló la crisis de Paiporta, el presidente de Valencia estaba a su agenda política, preocupado de fichar a la directora de informativos de su televisión propagandística, no de solucionar problemas a la gente. En Moncloa, identificaron la crisis también en clave política, como oportunidad para descabezar al Gobierno autonómico. De nuevo, la gente era lo último. Politicastros por todos lados, sin el menor conocimiento, y superados de manera vergonzosa por los acontecimientos.
Una presidencia como la de Redeia debería estar ocupada por un ingeniero o una ingeniera de altísimo nivel, con al menos 20 o 25 años de experiencia dentro de la propia empresa o el sector, conocedor absoluto de la red, de sus nodos críticos, de sus capacidades técnicas y sus vulnerabilidades. Debería contar con un equipo formidable, también técnico, y con unas condiciones económicas excepcionales, no otro grupo de amigos de partido de su confianza personal.
Con acceso a medios, incluso un avión privado si es necesario para recorrer todos los puntos de la red, y con la libertad de moverse, supervisar, revisar y anticipar los retos tecnológicos, geopolíticos o energéticos del país. Que fuera de salir al poco tiempo no sólo a explicar qué ha pasado, sino qué se está haciendo.
Medio millón, no, debería cobrar tres o cuatro: un salario digno de la persona que garantiza el suministro eléctrico a todo un país.
Beatriz Corredor, exministra de Vivienda y jurista de formación, puede tener muchas cualidades, pero no cumple ni remotamente ese perfil. Su nombramiento fue un gesto de partido. Una designación política de libro, realizada con criterios políticos, jamás técnicos. Como tantas otras que se han sucedido en la España de las últimas décadas, en múltiples sectores, bajo gobiernos de distinto color.
Cuando el PP ganó con mayoría absoluta en 2011 fue vergonzosa la primera batería de nombres propuesta para la presidencia y el consejo de aquella REE: todo un grupo de amiguetes y miembros de partido, incluido algún marido ilustre de alto cargo pepero. Hasta Soraya Sáenz de Santamaría tuvo que abortar algunos, que provocaban; más que enfado, vergüenza ajena.
Su gran labor ha sido feminizar el nombre de la compañía: de Red Eléctrica de España a Redeia. Eso le ha valido figurar en listas de mejores mujeres ejecutivas. Pues vale.
Lo cierto es que 24 horas después del apagón, la presidenta de la red no había hecho ninguna declaración pública. El silencio no es prudencia: es desconexión. Es la demostración más cruda de que no estaba preparada para liderar ni para responder.
España ha vivido ya episodios penosos por falta de liderazgo técnico. Hablábamos de Paiporta, pero se suspendió el Plan Hidrológico Nacional antaño, con sus infraestructuras ya proyectadas y financiadas, por razones estrictamente ideológicas. Se han parado corredores logísticos que conectaban con el norte de Europa. Se han dejado languidecer las redes de investigación energética. Se ha regalado capacidad industrial a terceros países. Se ha abordado un plan renovable que acabó con un vergonzante cambio, que provocó demandas de los inversores. De los ataques al capital y al ahorro ya ni hablamos. Todo ello porque la política actúa desde el desconocimiento y la ideología (es casi lo mismo), con la colocación de afines como gran fin.
El caso Redeia es sólo una muestra más de este patrón. Un patrón en el que los grandes centros de decisión están ocupados por profesionales de la política, no por quienes los merecen. Produce sonrojo ver según qué vídeos de según quiénes, hace no tanto tiempo. El mercado lo sabe. Los ingenieros lo saben. Los directivos lo saben. Y los ciudadanos, aunque no tengan todos los datos, lo sufren.
La pregunta es: ¿por qué permitimos que la política colonice los órganos técnicos? ¿Por qué no exigimos que la meritocracia y el conocimiento rijan la gestión, al menos en los nodos más críticos del Estado? La respuesta, quizás, está en que como sociedad hemos bajado los estándares. Hemos normalizado lo inaceptable. Nos escandaliza el dinero, pero no la mediocridad. Nos alteran las cifras, pero no la incompetencia. Como sociedad, estamos anclados en la militancia irracional: da igual lo que se haga, si lo hacen los nuestros.
Y eso es justo lo que debemos revertir. La discusión no es si Beatriz Corredor cobra mucho. Es si su perfil tiene sentido para el puesto que ocupa. Porque si no lo tiene —y es evidente que no lo tiene— entonces da igual cuánto cobre.
Otro día hablamos de Aena, Adif, Renfe, Enagás, Correos, Loterías, RTVE…