En la foto de izquierda a derecha y de arriba a abajo: Mario Draghi – Presidente del Banco Central Europeo (2011–2019), Janet Yellen – Presidenta de la Reserva Federal de EE.UU. (2014–2018), Mark Carney – Gobernador del Banco de Inglaterra (2013–2020) y Thomas Jordan – Presidente del Banco Nacional Suizo (2012–2024)
El artículo publicado recientemente en Estrategias de Inversión lo dice sin rodeos: somos más pobres que en 2008, y no un poco. Después de 15 años de estímulos monetarios masivos, deuda pública disparada y tipos de interés artificialmente bajos o directamente en cero, lo que tenemos es una población agotada, un sistema fiscal hipertrofiado, un mercado laboral débil y una democracia erosionada.
Por desgracia, la gente se cree que subiendo el SMI se mejora la vida de la gente porque se gana más. No: el indicador de riqueza real es el PIB per cápita. Y ahí vamos en picado. Lo llevamos notando hace años, aunque, como tan claro tienen nuestros políticos, el ser humano casi nunca tiene visión amplia, con perspectiva, ni expectativa a medio plazo.
La gran mentira emergida de manera global tras la crisis de Lehman Brothers ha sido hacernos creer que podíamos crear riqueza imprimiendo dinero. La famosa Teoría Monetaria Moderna, abrazada por la colonia socialdemócrata con alborozo y enarbolada por los propios Demócratas como política global a implantar, con la célebre congresista Alexandria Ocasio-Cortez como nueva musa económica.
Como el ser humano es así, las recetas monetarias implantadas tras la crisis financiera de 2008 no fueron simples inyecciones de liquidez puntuales, como medida de choque. Se instaló como modelo en EE UU (Trump incluido, ojo), Europa, Inglaterra (tiene su propio banco central) y Japón. ¿El resultado?: un fenómeno nunca visto: los tipos de interés al 0% o incluso negativos. El dinero era gratis, se fabricaba y servía para comprar la deuda pública, que inundaba los mercados, debido al populismo de los políticos
El resultado fue una inflación mal repartida: no solo subieron los precios, sino que se hundió el poder adquisitivo real de las familias. La inflación no vino como temían los libros, sino en forma de decrecimiento silencioso, deflación salarial, trabajos precarios y pérdida de horizonte vital.
Trabajar estos años en una compañía privada que no fuera una enorme corporación con fuertes márgenes era un stress insoportable. La pyme sufría la inflación en forma de caída de pedidos e incremento de costes. ¿Consecuencias? Pedían más resultados a sus plantillas, que veían cómo sus mercados decrecían y los empleadores se planteaban a la fuerza recortes de costes: echar al que gana 50 para reemplazarlo por uno que gane 30 (en el mejor de los casos).
La gente lo ha pasado fatal, con esta presión en los empleos, y la sensación de que podían ser despedidos en cualquier momento. ¿Cuánta gente ha pasado por esto en España? Millones.
Con este panorama de decrecimiento en vena, poquísima gente puede permitirse ya comprar casa, criar hijos o pensar en ahorrar. Y ante ese panorama, muchos hicieron lo que haría cualquier ser humano: buscar un salvador. El Estado.
El Estado, omnipresente y prometedor, como red de seguridad. Los políticos, siempre atentos al ruido social, ofrecieron pensiones, subsidios, renta mínima y decenas de miles de puestos de trabajo público.
Se recuperó el elogio a lo público, como garante del bienestar. Cientos de miles de jóvenes y adultos dejaron de buscar productividad o iniciativa privada para hacer cola en la ventanilla del funcionariado, la pensión o la “paguita”. España tiene unos 4 millones de empleados públicos, pero el drama es que todavía hay más gente opositando para serlo. Sí, hay 4-5 millones de opositores, en lo que constituye un drama país. Es el camino más corto hacia la sumisión.
Si lo público pasó a percibirse como lo seguro, lo privado, por supuesto, se ha convertido en algo hostil. A la empresa que genera puestos de trabajo se le suben las cotizaciones y se le ponen unas rigideces laborales intolerables y, por encima de todo, poco prácticas. Si se les ocurre ganar dinero, son demonizadas. El empresario es criticado en las tertulias de tv.
Todo ello, a pesar de que las promesas “gratis” se le pasaban al contribuyente presente, al aportante neto de verdad, que es el que está en lo privado. El empleado público es perceptor... Esa bola de deuda ingente se está convirtiendo en inflación y trasladando una enorme carga al hijo del contribuyente futuro.
Evidentemente, este deterioro democrático facilita que lleguen los más mediocres a las instituciones. Políticos sin formación, sin experiencia laboral, sin ningún tipo de escrúpulos, que vieron en la política la manera de medrar. ¿Cómo se perpetúan? Prometiendo más regalías. Gratis.
Debería estar prohibido que los políticos prometieran la palabra gratis. Gratis significa que pagan “otros”. Todo este perverso caldo de cultivo tiene su origen en las políticas monetarias hiper laxas, imagen de país bananero. ¿Qué ocurre con las monedas de Venezuela, el peso argentino...? ¿Qué hacen en Cuba con un puñado de dólares o euros? Vivir todo el año.
En este contexto, hay algunos líderes políticos que lo sabían y han decidido cortar por lo sano. El principal es Javier Milei, a quien muchos tildan de extravagante, pero es, sobre todo, un fenómeno monetario. Ojo: no es populista. Populista es el que busca atraer a las clases más bajas (lo dice la RAE). Milei quiere devolver la libertad al individuo y retirar al Estado de sus vidas.
Como buen economista, con experiencia incluso en el Banco de Argentina, conoce de sobra cuáles son es la causa de la pobreza: la impresión de dinero. Sus consecuencias, por cierto, son bastante sencillas de revertir. Basta con cerrar el gripo.
Así lo analizamos también en esta pieza previa: Menos billetes, pero más capital: el giro pro-market. La clave no está en imprimir más dinero, sino en crear condiciones para que el capital productivo florezca: instituciones estables, moneda fuerte, reglas claras y libertad económica.
¿Provoca algunos cambalaches al principio? Sí, como cuando se inicia una dieta: se pasa hambre y no es agradable. Pero al poco tiempo, llega la pérdida de peso y ya disgusta menos. En Argentina ya está pasado: el país se está liberando del colesterol malo.
En definitiva, la consecuencia final de las políticas de tipo cero no solo económicas. Son morales e institucionales. Cuando la ciudadanía se acostumbra a que todo venga del Estado, desaparece la responsabilidad individual, se diluye la exigencia ética y la democracia se degrada en clientelismo. Nadie rinde cuentas si todos esperan su turno en la cola del reparto.
El desafío no es solo económico, sino civilizatorio: volver a poner al ciudadano en el centro, no como receptor de favores, sino como creador de valor. Pero el ciudadano debe aceptar su papel. No es un vasallo, es un sujeto de derechos y obligaciones que debe supervisar al estado y defender su proyecto de vida. Tomar las riendas. No dejarse inundar de liquidez.
Lenin lo sabía: después de derrocar a la aristocracia zarista, le preguntaron si a continuación tocaba destruir a la burguesía: "no, de esa no hay que preocuparse, la eliminaremos con la inflación".